Hice de sumiso por streaming y descubrí que me encanta el BDSM

El universo de los fetiches es muy amplio y, en la mayor parte de los casos, parece que somos las únicas personas que tenemos gustos distintos o fantasías que se salen de la norma

Tenía 18 años recién cumplidos. No voy a mentir, no era mi primera vez teniendo sexo con un desconocido. Perdí la virginidad de adolescente, y seguí descubriendo mi sexualidad a escondidas, haciéndolo como lo hacemos de jóvenes: en coches, cuando nuestros padres estaban fuera o en los baños de las discotecas. Pero esa experiencia, un mes después de cumplir la mayoría de edad, cambió por completo cómo entendía el sexo.  

Lo había conocido en una red social gay que estaba de moda entonces. Parecía un tío cualquiera, fui a su casa, nos besamos, desnudamos y nos pusimos a la labor. Sin demasiadas complicaciones: ambos sabíamos para qué había ido ahí. Pero a medio polvo, me agarró del cuello y me ahogó. Fue poco rato, apenas unos segundos, pero lo suficiente como para que me excitase mucho. “Te ha gustado, ¿eh?”, me preguntó, sonriendo. Solo pude decir que sí, afirmando con la cabeza. Me puso a cuatro patas y me azotó en el culo, sacó de debajo de la cama unas esposas y me ató las manos. “Se nota que tienes un lado sumiso”, añadió, antes de continuar con uno de mis mejores polvos. 

Después de eso, hasta que no me topé con la página de contactos JOYclub, no volví a sentir ese extraño placer, esa satisfacción de sentirme dominado, de confiar y depender de otra persona. De hecho, justo después del encuentro, me daba tanta vergüenza aceptar que era un sumiso sexual que enterré ese sentimiento bien profundo, incluso bloqueé al chico porque no quería admitir que tenía razón. Estuve mucho tiempo batallando contra esa parte de mí. A veces tenía una especie de flashes que me decían: “practícalo”. Era mi cuerpo que, cachondo, me lo reclamaba. JOYclub, pero no me atrevía a entrar. Me quedaba en la puerta, lo miraba y me iba.

Me daba vergüenza. Pero, sobre todo, me daba miedo no volver a vivir esa sensación de excitación. Así que seguí teniendo citas con chicos random, usando la excusa de encontrar el amor, pero en el fondo deseando que en cuanto fuéramos a la cama me estrangulasen, pegasen unos azotes, insultaran un poco o atasen a la cama. Vamos, que se repitiera esa aventura que había surgido tan espontáneamente y que había despertado a mi yo más animal. Pero no, no surgía. No volvía a sentirme de esa forma. 

Con los años, y después de batallar absurdamente contra mis deseos sexuales, asumí que sí, que tenía instintos sumisos. Era innegable. Pero también entendí una verdad muy triste: si me había atrevido a hacerlo aquella vez fue porque no sabía que iba a entrar en una sesión BDSM. Si alguien que conocía online me decía, explícitamente, que quería ser mi amo, a mí me venían un vértigo terrible y lo bloqueaba. No confiaba suficientemente en nadie como para hacerlo. Me daba vergüenza que fuera un catfish y todos mis conocidos descubrieran mi lado más “cerdo”. Tenía muchos prejuicios y creía que hacer BDSM me convertiría en un enfermo.  

Fueron muchos años de encerrarme en mi burbuja de represión y negación de mis fetichismos. Pero, como adelantaba antes, mi suerte cambió cuando hace unos meses, a pocas semanas de cumplir los 26, me topé de casualidad con una web que prometía poner en contacto a personas que querían relacionarse sin tabúes sexuales, JOYclub. Por fin encontraba una página de contactos apta para fetichistas, un lugar donde no me arriesgase al block en cuanto explicase mis intereses en la cama. Obviamente, me hice un perfil. 

Estuve unos días cotilleando, familiarizándome con JOYclub, sus formatos, sus perfiles y el tipo de personas que se habían registrado. Me sorprendió la variedad: había gente de todas las edades y con todo tipo de físico. O bueno, eso es lo que me repito a mí mismo. Porque, siendo sincero, lo que más me sorprendió fue que había bastantes chicos guapos, cuando mis prejuicios me decían que los que hacían prácticas BDSM parecían ogros macarras de una película porno berlinesa de los 90. Un ejemplo más de lo distorsionada que tenía estas realidades sexuales en mi mente. 

Aunque envié me gustas y me intercambié algunos mensajes, seguía sin atreverme a hacer nada. Es cierto que la página parecía muy segura y que había mucha privacidad, pero no me sentía suficientemente cómodo como para dar el paso de quedar. Pero entonces me conecté a un livestream, es decir, una cam en directo donde había un usuario haciéndose una paja. Al lado de la escena, un chat con casi 50 espectadores le iban pidiendo cosas. “Métete un dedo”, “ponte de rodillas”, entre otras. Y él obedecía.

Decidí probar. Me quedé en calzoncillos, me puse un antifaz e inicié el livestream. Se empezaron a conectar personas, la mayoría internacionales. Les dije que haría lo que me mandasen, siempre y cuando fuese lógico, claro. Empezaron pidiéndome que me desnudara. Me quité los calzoncillos. “Mastúrbate”. Lo hice. “Métete un dedo”. Lo hice. “Métete otro más”. Lo mismo. Un hombre, fue más allá. “Ponte de rodillas y abre la boca mientras te tocas”. Le obedecí. “Dime daddy”. Se lo dije. Volví a sentirme como aquel día con 18 años. 

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Estuve así durante veinte minutos, lo que tardé en correrme. Estaba muy, muy excitado. No por la práctica, ya que lo que me pidieron hacer fue muy soft, más relacionado con el exhibicionismo que otra cosa, sino porque, por fin, había vuelto a ser sumiso en manos de desconocidos. Y no solo con uno, sino con una decena de ellos. Necesitaba repetirlo, y así lo hice. Hasta cinco veces más en unas pocas semanas. Me sentía como Kat de Euphoria, descubriendo el mundo del fetichismo a través de la cam. 

Después de mis sesiones, recibí un mensaje. Era un hombre de Barcelona, como yo. Parecía amable, tuvimos unas conversaciones ligeras y rápidamente fue al grano: “he visto tus vídeos y quiero someterte, ¿quedamos?”. Tragué saliva. Era ahora, era el momento. Sabía que esa misma pregunta hacía unos meses se habría llevado un block. Pero después de mi experiencia, me di cuenta de que estaba preparado. Por fin había aceptado que el fetichismo formaba parte de mí y que era absurdo reprimir. Era hora de volver a descubrir ese placer, de trasladar todo eso que estaba viviendo digitalmente a lo real. Y esta vez, de forma consciente. Le dije que sí.