Todos hemos tenido mal de amores, y los que no, ya los tendrán. Y es que el amor es una apuesta en la que se puede perder o ganar; cuando se gana, sigues haciendo todo igual pero cuando pierdes difícilmente vas a saber cómo actuar. Te haces presa del desespero, pierdes el sentido de la orientación; tu cabeza puede pensar en venganza, en competir para ver quién olvida primero, pero sea como sea va a seguir herido el corazón.
¿Por dónde empezar? Seguro que vas a estar tentado al popular “un clavo saca otro clavo”; esa primera decisión que en lugar de ser señal de “fuerza” es la muestra perfecta de tu desesperación. Quieres competir para ver quién “olvida” primero, y en esa carrera siempre terminamos tomando la peor decisión, que no es más que dedicarle nuestro tiempo y atención a una persona que no vale ni la mitad de lo que le estamos dando. Tienes compañía, pero te sientes solo; recibes algo de ella, pero te sientes vacío; y es que el peor daño que hacemos con ese “clavo” no es a quien nos ha herido, sino a nosotros mismos.
Lo sabemos, sentimos que estar con alguien a quien no queremos no tiene sentido, pero como estamos ansiosos nos volvemos tercos, irracionales y nos negamos a admitir que esa estúpida fórmula no funciona más que para extrañar a quien ya no está con nosotros. “Que sienta celos”, es lo que nos decimos. Queremos que nos vea y sonreímos falsamente mientras miramos de reojo para ver “si se da cuenta” de que ya no importa que no esté, que “somos felices” con alguien más que elegimos en tan solo unos segundos. Pero al llegar la noche, en la soledad de nuestra cama, sentimos el vacío.
Porque el error que cometimos fue no darnos nuestro propio tiempo. Porque en lugar de haber respetado nuestro propio espacio, se lo cedimos a alguien nuevo sin ni siquiera habernos conocido. En lugar de marcar distancia con la persona que “nos hirió”, lo que hicimos fue buscar acercarnos más pero para restregarle una falsa felicidad, un mundo ficticio. Queríamos que grite, que patalee de la rabia al ver que no la necesitamos, pero somos nosotros mismos quienes terminamos haciendo esto todas las noches en nuestra propia cama.
Porque la mejor cura para el mal de amores es el tiempo y la distancia. Tiempo para comprender qué falló, distancia para tratar de recuperar la calma; salimos de algo que ocupó tiempo, energías y a lo que seguramente le teníamos esperanza. Por eso necesitamos tiempo, porque en medio de la desesperación, el tomar decisiones a la carrera es la combinación perfecta para que todo salga terrible. Y para eso es la distancia, para comprendernos a nosotros mismos de nuevo, para definir qué queremos en el siguiente intento; y eso es algo que no nos va a dar un amor rápido y pasajero en forma de “clavo” que, en lugar de llenarnos, nos hace una fisura por la cual se fuga todo lo bueno que deberíamos guardar para apostar nuevamente, pero con más ganas.
¿Un clavo saca a otro clavo? No, lo único que puede hacernos superarlo –o hacer que vuelva un nuevo intento– es el tiempo y la distancia.