Yo me di cuenta en un restaurante. Creo que no es un escenario raro. En los restaurantes tienes que sentarte frente a frente. Tienes que hablar con la persona que tienes delante. Tienes que llenar los silencios cuando estás esperando la comanda y, lo que es peor, si la otra persona saca su móvil o si estás masticando, tienes tiempo para observar y tienes tiempo para pensar. Y pensar, a veces, te lleva a lugares que, en un principio, no entraban en tus planes.
Llevábamos juntos unos seis meses y la verdad es que la cosa iba bien. Hacíamos planes, salíamos a tomar algo, íbamos al cine, cenábamos, visitábamos sitios. Si tuviera que escoger un adjetivo para definir nuestra relación, sería 'agradable'. Me lo pasaba bien con esa persona, me gustaba su compañía. Era agradable y, para qué negarlo, era muy cómodo.
A veces creo que estábamos jugando a ser pareja. Es decir, era obvio que no habíamos pasado por la fase de enamoramiento. En ningún momento la relación fue esa experiencia entre brillante y absurda que suele ser cuando dos personas están en pleno apogeo del entusiasmo recíproco. Pasó directamente a la etapa en la que se disfruta de la compañía mutua y de las tardes de sofá. No había conflictos ni había grandes momentos. Todo era bastante tibio porque no había ninguna emoción intensa entre nosotros.

En el momento no me preocupó haberme saltado la etapa primera, que es la etapa entusiasta. Esa fase no suele durar mucho y no siempre desemboca en una convivencia buena. En el pasado, había tenido alguna que otra relación de mecha corta, esas historias que prenden en cuestión de segundos pero que se agotan a la segunda semana. Había aprendido a desconfiar de la intensidad excesiva, así que me dediqué a disfrutar de esa rutina amable y no me planteé nada más.
Pero el día del restaurante, de repente, en el silencio, no sé cómo, todo lo que no había querido pensar hasta ese momento me saltó a la cara. De repente me di cuenta de que no había habido etapa de entusiasmo por un motivo tan sencillo y tan obvio que rayaba lo absurdo: la persona que tenía delante no me entusiasmaba. Me caía muy bien, me gustaba su compañía, pero ya. Y tenía claro que yo tampoco había producido ningún tipo de impacto relevante en el otro lado de la mesa. Éramos, simplemente, dos personas solitarias que se llamaban la una a la otra para rellenar el tiempo. Y que, por una mezcla de comodidad y aburrimiento, habían empezado a jugar a ser pareja.

Aquel día, en el restaurante, tuve la revelación definitiva. Prefería no estar con nadie a estar con alguien que no me entusiasmara. Prefería la soledad a la comodidad. Prefería el desengaño al engaño. Prefería decidir a dejar que me llevara la corriente. Lo sigo prefiriendo.
La despedida, al igual que la relación, fue tibia. Después de un par de semanas de síndrome de abstinencia, desaparecimos el uno de la biografía del otro. Y es que, si no hay entusiasmo cuando emprendes un proyecto, es casi imposible que te deje algún tipo de marca cuando te desprendes de él.
Crédito de la imagen: Berber Theunissen