
Porque no hay nada más emocionante
que jugar a lo inesperado.
Probablemente, si escuchara mi historia en boca de otra persona, no me la creería. Porque cuesta creer que viviera aquella noche tan épica como impredecible. Sin duda, horas de adrenalina que me costará olvidar y que acabaron con un número de teléfono en mi agenda, pero empezaron con el brindis más estúpido.
—¡Por la pajarita más fea de todo el bar!

Y así es como se me ocurre a mí hacer amigos. Era la primera vez que interrumpía a un desconocido en la barra y, además, de esa manera. El caso es que el joven de la pajarita no pareció muy conforme con mi comentario. Quizá estaba cansada de ser correcta, o de pasar desapercibida, pero no acepté la negativa y me propuse firmemente entablar conversación con aquel extraño que aparentaba estar tan solo como yo en ese bar.
—Y ahora es cuando coges tu copa y la haces chocar contra la mía.
Y mis intentos por recibir cualquier tipo de respuesta por su parte quedaron en eso, meros intentos. Entonces no sé qué pasó. Una idea cruzó mi cabeza como un rayo y decidí echarle ovarios.
—¿Te apetece jugar a algo? Es fácil. Tú me propones una locura; yo te propongo la siguiente. Y después, hay que decir que sí a todo.
Y esta vez pareció funcionar. Conseguí arrancar una carcajada a mi compañero de barra -probablemente porque mi propuesta sonaba disparatada y poco convincente- aunque éste no titubeó. De hecho, me sorprendió la rapidez con la que propuso el primer reto: fiesta en un piso, internacional, 10 minutos en mi moto y 5 para despedirte de tus colegas. ¿Aceptas?

Pues parece que sí. La música de aquella casa se escuchaba desde el rellano y no había casi luz en el edificio. A mi compañero parecía divertirle la situación mientras subíamos las escaleras, aunque entonces me tocaba reír a mí.
—A partir de ahora, tú te encargas de las presentaciones. No puedes decir que nos acabamos de conocer, ni pueden descubrirte, o se acabó el juego. Simplemente te diré mi nombre.
Y, en poco más de media hora, tuve el placer de conocer a mi alter ego. Fue divertidísimo ser retratada a través de los ojos de un extraño; descubrirme en otra vida. Resulta que por una noche tuve padre africano y fui capaz de hablar 5 idiomas, además de haber pasado media vida estudiando en una ciudad holandesa que ni conocía.

Casi ni sabía la hora que era hasta que mi compañero de retos me arrastró hacia la terraza para proponerme una carrera a contra reloj.
—¿Ves esa pizzería al cruzar la calle? Hacen la mejor cuatro quesos del mundo y cierran a las tres. Son las tres menos diez.
Y las piernas no me podrían haber ido más rápido. Si una cosa tenía clara es que, llegados a ese punto, no estaba dispuesta a perder. El caso es que llegué a menos cinco y como era de esperar no me quisieron atender. Así que tuve que echarle cuento. Mi familia italiana acababa de llegar del aeropuerto después de horas de retraso y les había prometido una pizza en condiciones en cuanto aterrizaran. Además, les compraba cinco familiares. ¡Era un buen negocio!
Lo que no me pareció tan buen negoció fue llegar a aquel piso con cinco cajas aún calientes de pizza recién hecha. Fue entrar a la sala y sentir la avalancha sobre mí. Pero reto cumplido y compañeros provisionales de fiesta, felices. De hecho, ¿qué agradeces más que comida -de cualquier tipo- cuando estas hambriento a las tres de la mañana? Incluso uno de los franceses que conocimos allí nos llegó a invitar a su apartamento de la playa al día siguiente, por “enrollados”.
—Oye, ¿te imaginas pasar la noche allí? Nunca he estado en el pueblecito del que habla el francés.
Y mi comentario iba totalmente en serio. Aunque, realmente, llegar a cumplir aquel reto me parecía completamente surrealista y fuera de nuestro alcance. Pero, por alguna extraña razón, volvimos a echar mano de aquella valentía improvisada de la que nos creímos dueños durante toda la noche. Lo último que recuerdo de aquella fiesta es a nuestro recién estrenado amigo francés hablando con mi compañero de noche y dándole un manojo de llaves. Vi cómo se intercambiaban los números y poco más. Después, recuerdo a éste estirándome del brazo con los ojos encendidos de la emoción. Y un largo paseo en moto hasta llegar a la costa.

El piso estaba a pocos metros de la playa y tenía todo lo necesario: un colchón donde caer muertos, buena compañía y una botella sin abrir de Absolut de la que acabamos echando mano. En aquel momento, el desconocido de la barra se había convertido en mi cómplice y las comisuras me dolían de tanta carcajada. Y aún teníamos lo que quedaba de noche en aquel apartamento caído del cielo hasta que el francés se presentara allí por la mañana.
Me sentí bien. Y libre. Y me dije a mí misma que hacer “lo que se esperaba de mí” jamás me había llevado en moto hasta el mar a las 5 de la mañana. Se acabó el no atreverme a dar un paso fuera de mi rutina. Porque bendita improvisación. Y benditos los factores, o personas, que cambian la historia de tus noches. O tu vida. Y aunque no nos volvimos a ver, sí, viví la noche más mágica de mi vida.
—¿Carrera desnudos hacia el mar?
— Vamos.
