Buscar piso en una ciudad grande durante un mes de septiembre es una aventura complicada. Lo es más aún cuando te metes, de golpe y sin conocimiento en la selva, sin haberte quitado los pañales de explorador novato. A mí me dejó al borde del psiquiátrico. Me miraba en el espejo y veía un simple ectoplasma, cuyo cuerpo reposaba junto al resto de cadáveres de la página Idealista en el almacén prohibido de algún casero.
Los dueños de los pisos son seres crueles. Son como el jefazo de El Show de Truman, que parecía bohemio y un 'guay' de finales de los 90, pero que, en realidad, doblegaba la voluntad del pobre Jim Carrey, atrapado y mostrado en público desde su primer gateo hasta su rutina de adulto. Estos arrendadores se divierten a su manera y yo, víctima de su arbitrariedad y falta de decoro, he visto cómo ignoraban mis insistentes Whatsapps de forma cruel y deliberada.
Si el doble tic azul ignorado resulta frustrante en una conversación con tu novia, con un posible casero es como tener arcadas sin llegar a vomitar. Lo peor es imaginar al sujeto en cuestión, feliz en su cúpula, observando cómo todos sus potenciales arrendatarios nos montamos a sus pies un Battle Royale –un Juegos del hambre, para los más comerciales- inmobiliario. En ocasiones, las perlas que ofrecen, más que brillar, necesitarían alguna ventana para evacuar el olor a mamut que se ha gestado desde el descansillo hasta los dormitorios. Y piden 400 euros por habitación. Sí, sin ventanas.
Las webs de alquieres, esas selvas hasta los topes de vegetación, resulta apacible y bella en un primer vistazo. Los arrendadores son los encargados de lanzar un cacho de carne al aire, dejar que el material vuele y muestre sus virtudes, y que, antes de caer, alguna fiera se haya abalanzado sobre él. Diez minutos es el tiempo máximo que dura una habitación potable en la página más visitada del Sistema Solar. Si tienes la suerte de pedir la vez y que todavía haya papelitos en la máquina, lo más seguro es que, tras hora y media de viaje hacia la casa, el dueño decida whatsappearte y decirte que ya está alquilada la habitación o el piso.
Podríamos visitar otras páginas con pisos, pero Idealista tiene una aplicación muy cool, manejable y sencilla, tanto que medio planeta ha tomado la misma decisión que yo. Allí se congrega calaña de toda índole, entre ellos yo, un buscador con un problema grave: al parecer, no sé valorar el poder de las centésimas de segundo. En cada microlapso de tiempo, quizá haya llamado a ese anuncio el equivalente a todos los habitantes de Sri Lanka, se hayan concertado 77 citas y, por desgracia, a mí me toque esperar a que a alguna de estas alimañas le dé un derrame cerebral y deje el piso libre.
Mientras tanto, el tiempo pasa, tus amigos, con los que creías compartir año de nacimiento, se casan y se divorcian, y tú, con el bolsillo lleno de limosnas, te paseas por los pisos-antros más variopintos de la ciudad. Tú, qué te atreves a buscarle sentido a este mundo, a sobrevivir en la jungla laboral, a encontrar el amor y un puto hogar, o un sucedáneo de él, con una ventana como mínimo. Pero parece que la vida te cierra las puertas y te deja en la calle. Una vez descartado el corte de venas, decides seguir soñando y buscando ese ansiado techo a ser posible el de una casa de tres habitaciones y un salón decente con cocina americana. Aunque la lámpara sea de Ikea, pero que ilumine bien.
Crédito de la imagen: Dimitri Guedes