Que el ser humano es un animal social ya lo dijo Aristóteles y, como en tantas cosas, al griego no le faltaba razón. Todos necesitamos sentir que pertenecemos a algo. El individuo sin sociedad pierde parte de su esencia como tal. Sin un grupo, sin la identidad que nos da compartir con los semejantes el trayecto de la vida uno se siente perdido. Y de ahí el ansiado sentimiento de pertenencia, o belongingness, en inglés.
Esto no significa que la identidad se pierda al pertenecer a un grupo, sino todo lo contrario. La identidad está íntimamente ligada al grupo. Piensa en ti. En ti como hijo, hermano o nieto de alguien, con un determinado grupo de amigos, con unos hábitos sociales y gustos musicales concretos. Sería prácticamente imposible definirte sin hacer referencia a estas pertenencias.

Muchas de ellas son incluso involuntarias. Probablemente no recuerdes cuándo decidiste apoyar a tu equipo de fútbol, o hacerte fan de la música alternativa, o por qué exactamente comenzaste con el voluntariado en el colegio. Y seguro que no decidiste tú mismo criarte en una sociedad judeocristiana. Pero el hecho de que el azar o las decisiones propias trascurrieran del modo en que lo hicieron te ha otorgada una identidad, ya sea buscada o no.
De hecho, hay quien razona la pertenencia a la inversa. ¿Cómo sería no pertenecer a nada? ¿Es posible tratar de explicarse a uno mismo sin referencia a los grupos o comunidades en las que se integra? ¿Es posible explicarte a ti sin tu colegio, sin tus amigos, sin las referencias personales que te han dado los valores morales con los que decides qué es justo y qué no? La respuesta, muy probablemente, sea que no.

Existen además casos extremos. Son muchos los que, perdidos coyuntural o permanentemente, se acercan a movimientos pseudorreligiosos buscando precisamente una identidad. La identidad que da pertenecer a algo, la tranquilidad de poder compartir. Incluso para entender a los jóvenes europeos que se enrolan en actividades de apoyo a movimientos islamistas radicales hay que tener en cuenta el sentimiento de pertenencia. Porque muchos de los que crecieron en una banlieue francesa no sienten que pertenezcan a Francia ni a la democracia liberal europea. El radicalismo, sin embargo, les construye una identidad, les da un papel que jugar en un grupo que es mayor que ellos. Los apoya. Los define.
En un día a día más anodino son las marcas, los tatuajes, los medios que leemos o el propio lenguaje que empleamos lo que nos ayuda a reconocernos a nosotros y a excluir al resto. Porque la otra cara de la afirmación de la pertenencia es la exclusión. El pertenecer a un grupo de ayuda al refugiado o antidesahucios o en contra o a favor del aborto implica una reafirmación contra quienes sabemos no defienden los mismo valores.
Incluso formar parte de un gurpo de Facebook o usar determinadas etiquetas en Instagram da pistas sobre nosotros y la identidad que buscamos, el lugar en el que nos sentimos cómodos. Porque elegimos pertencer como algo en positivo pero también en negativo. Somos vegetarianos, vamos en bici, acudimos a festivales o cines en versión original también como una manera indirecta de subrayar todo de lo que renegamos. Y es que tanto dice de nosotros eso a lo que pertenecemos como aquello de lo que hemos decidido no formar parte.