He quemado las últimas 17 horas luchando contra una serie que aborrezco. La angustia araña mi estómago y los nervios corretean por los dedos de mis pies. Estoy muy cansado pero me prohibo dormir hasta haberla acabado. Aunque me engañe, muy dentro de mí conozco la verdad: detrás de esta serie vendrá otra, la esclavitud es permanente. Pero sigo adelante, respirando urgencia. Hace meses que dejé de leer, de escuchar música, de tumbarme sin más. He cedido todo mi tiempo a los malditos episodios. Solo deseo haberlo visto todo de una vez para volver a estar en paz. Detrás del seriéfilo que todos ven se esconde un adicto. Y la ansiedad mueve los hilos.
Y un día, sin fuegos artificiales, sin ningún gran giro de guión, comienzas a despertar. Estás tan cansado de no tener el control de tu tiempo, de vivir con prisas, de marcarte objetivos absurdos, que algo hace click en tu cabeza. Comienzas a permitir que el cuarto se desordene un poco. Las conversaciones de tus redes sociales sobreviven más tiempo antes de que las borres. Estrenan series nuevas de las que habla todo el mundo pero no las empiezas. Le haces el vacío a todas aquellas que comenzaste un maldito día y que nunca te aportaron nada. Poco a poco, vuelves a sentir placer viendo tus historias favoritas.
Han pasado muchos meses. La mente anda más despejada y el espíritu más libre. No te engañes: combato cada día contra las compulsiones. A veces gano yo, a veces ganan ellas, pero han perdido muchísimo control sobre mi mundo. ¿La razón? He dejado de darle la espalda a la ansiedad y he comenzado a convivir con ella con cierta armonía. Sigue proyectando sobre mí desastres y preocupaciones innecesarias, tratando de mover los hilos, pero ya no le temo. Cada vez que te resistes, se hace más grande. Cada vez que la abrazas, se deshincha.