Cuando Vives En París Descubres Que Su Frialdad Te Devora El Alma, Pero Solo Si Tú Te Dejas

Porque en París no se vive, se sobrevive. A no ser que ganes 3.000 euros al mes, puedas pagarte un alquiler en una zona relativamente cercana al centro.

La capital de Francia es como un clásico -de la literatura, del cine, de la música y hasta del fútbol-: todo el mundo te dice que tienes que leerlo, verlo, escucharlo o presenciarlo in situ, creando un mito que conduce derechito a la decepción y el asombro más absoluto cuando te instalas para vivir allí durante una larga temporada. Desmitifiquemos, pues.

Porque en París no se vive, se sobrevive. A no ser que ganes 3.000 euros al mes, puedas pagarte un alquiler en una zona relativamente cercana al centro y tengas horarios decentes véase de lunes a viernes que te permitan hacer vida social.

Y es que, tras unos meses batallando contra la burocracia parisina, no eres capaz de entender las recomendaciones que tú mismo diste después de tus últimas vacaciones en la ciudad. Esos días en los que París te deslumbró. Te creíste lo del glamour, comulgaste con el sobrenombre de la Ciudad de la Luz y hasta te pareció chic eso de pasear con paraguas y gabardina un día de lluvia entre los edificios haussmanianos.

$!experiencia-psicologia-codigo-nuevo

Llegados a este punto, te encuentras con un saco de expectativas trituradas, con unas ilusiones echadas a perder y una apatía existencial que te impide avanzar. O eso crees. Pero lo haces, te mueves y sigues adelante porque con cada sonrisa que consigues arrancarle a alguien, con cada escaso gesto de simpatía que recibes de vuelta, entiendes que París te devora el alma sólo si tú te dejas.

$!psicologia-experiencia-codigo-nuevo

Es entonces cuando cambias de religión si la tienes, empiezas a venerar a Zuckerberg y le juras pleitesía eterna, agradecida porque su red social te haya permitido reencontrarte con una compañera del colegio a la hacía 10 años que no veías. Desde ese momento, culo y mierda. El núcleo duro de un grupo que se va ampliando y con el que os consagráis a noches de fiesta despreocupada en locales de dudosa elegancia, vasos descascarillados, paredes garabateadas y camareros desdentados.

Así, poco a poco, con esa red de resistencia a la frialdad parisina vas haciéndote un hueco en las grietas de la coraza de la ciudad. Y disfrutas del arte que va más allá del Louvre, el que te regala remansos de paz en una casa okupa de la rue Rivoli, descubres que no hay mal que no cure un batido de Nutella, que siempre habrá algún funcionario dispuesto a hacer la vista gorda con las irregularidades de tu dirección postal, que un hombre manco en la Plaza del Tertre puede hacer los mejores retratos que hayas visto en la vida, y que reconciliarse con la ciudad, el mundo y hasta con la vida es posible escuchando las sesiones de microabierto de las escaleras de Montmartre, con París a tus pies.

Es entonces, cuando un año y medio después, te ves en la Gare de Lyon con dos maletas, tres mochilas y un nudo en la garganta al despedirte de esa familia de valientes que, a día de hoy, sigue sobreviviendo a París. Pero, sobre todo, te marchas con la satisfacción de haber vencido y aprendido de la ciudad de las sonrisas escasas y el cariño inexistente.