Así viven aquellos que no soportan el contacto físico

Hay gente a la que el contacto físico le genera rechazo, que darían su reino por ser un cactus andante cuando alguien trata de abrazarlos.

Esa caricia que te da tu abuela, los besos con los que te despiertan tus padres, el abrazo cargado de energía que intercambias con un amigo, un susurro al oído o la mano en el hombro, discreta muestra de apoyo que te brinda un compañero en el trabajo. Forman parte de nuestro día a día. Todos ellos, gestos que, por su cotidianidad, damos por hecho, nos parecen imprescindibles y nos es complicado imaginarnos nuestra vida sin ellos. ¿O acaso podrían sobrarnos? A algunas personas, sí.

Hay gente a la que el contacto físico le genera rechazo, que darían su reino por ser un cactus andante cuando alguien trata de abrazarlos, que han ingeniado 1.001 maneras para salir de una reunión de trabajo sin estrechar las correspondientes manos de despedida, que castigarían con la cadena perpetua la gracia de hacer cosquillas y que consideran ir a un concierto, montarse en el metro o salir de bares un deporte de riego que hace peligrar innecesariamente su espacio vital.

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Fuera de ese espacio, lo que quieras. Pero dentro... Dentro, amigo mío, no pasa todo el mundo. En algunos casos, nadie, porque para ello hay que tocar y ser tocado, y el tacto, además de ser el único de nuestros sentidos que es recíproco, también es el que más cuidado ponemos al usar. Medimos cada contacto que establecemos. "El toque se interpreta en función del contexto de la relación con la otra persona. La cantidad de áreas del cuerpo que son más aceptables al roce varían dependiendo de lo fuerte que es el vínculo emocional", se desprende del mapa topográfico del contacto físico elaborado por las universidades de Oxford y Aalto, en Finlandia, y del que se hace eco Papel.

Normalmente, solemos vincular el contacto físico con nuestra pareja y con las personas más cercanas. Sin embargo, hay para quien ni siquiera ese vínculo es capaz de abrir la puerta al roce. En los casos más leves, se trata simplemente de celo por preservar su espacio vital, un carácter más reservado, la incomodidad de sentir que se pierde el control cuando alguien invade tu espacio o, simplemente, el creer que no es necesario tocarse tanto.

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Su origen puede encontrarse en comportamientos imitados de algún adulto clave en la infancia de la persona afectada, en traumas, abusos sexuales fundamentalmente o carencias afectivas en los primeros años de vida, que con el paso del tiempo han desencadenado una respuesta desmedida de rechazo al contacto físico.

La forma de exteriorizarlo dependerá siempre del grado de miedo: desde quien tolera tocar y ser tocado por los más allegados o es capaz de, con mucho tiempo y trabajo, confiar en personas ajenas a su núcleo más cercano y establecer un vínculo, hasta quien, ante la sola perspectiva de tolerar el contacto físico, sufre palpitaciones, temblores, estado de alerta, tensión muscular, hiperventilación, sensación de estar mareado o de sentirse atrapado, entre otros síntomas.

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"He sido afenfosfóbica la mayor parte de mi vida", explica la usuaria Raiven en Experience Project, una web que busca la creación de comunidades en las que compartir experiencias con otros participantes. "Nunca he tenido problemas con el contacto físico con familiares cercanos, como mi madre, mi padre o mis abuelos. Pero cuando se trata de gente no tan cercana o a la que no conozco tan bien, no puedo estar cerca de ellos. He hecho progresos con mi Afenfosfobia, pero no estoy curada del todo. Todavía no puedo quedar con mis amigos después de las clases o ir a una fiesta porque me da mucho miedo que alguien que no conozco me toque. No es que no quiera quedar con ellos, es que no puedo superar el miedo de tocar o ser tocada por alguien en quien no confío o a quien no conozco muy bien", concluye su relato.

Fotos: Alberto Polo