Soy una de esas personas que prefiere los bares a las discotecas

Si el bar no te convence o te cansas de él, no tienes más que coger la puerta y marcharte a otro

Viví la adolescencia creyendo que si no salía de discotecas, me quedaría fuera del rollo que se llevaba en ese momento y, por tanto, no tendría nada de lo que hablar con mis amigos en el instituto. Un falso imaginario que me llevaba casi cada fin de semana a conseguir, a toda costa, atravesar sus puertas. Y no importaba si para ello debía mentir a mis padres diciéndoles que dormía en casa de mi amiga Cristina, plantarme en la puerta del club con un DNI falso cuya propietaria estaba a años luz de parecerse a mí o esperar sin abrigo y tiritando de frío –pagar el guardarropas era de ricos– a que unos amigos me pasaran el sello. Todo valía. Sin embargo, ahora que no tengo nada que ver con esa adolescente que o bien conseguía lo que quería o ardía Troya, tengo que reconocer que salía de discotecas. Solo ir de baretos, y la verdad es que me sobran las razones.

Lo que odio de las discotecas

Dos de la madrugada, una cola kilométrica y jóvenes que han bebido por encima de sus posibilidades dando empujones, es lo que me encontré las últimas ocasiones que salí a una discoteca. Aunque lo peor fue el sablazo que me pegaron al llegar al final de la cola: 20 euros por un cubata que, en muchos casos, es de garrafón del bueno. O, lo que es lo mismo, de una ginebra mala malísima –eso sí, disfrazada de Seagrams– capaz de provocarte una resaca infernal. Ya sabes de que hablo, de esas resacas que te harían estar completamente camuflado en una escena de The Walking Dead plagada de zombies.

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Sí, es coñazo, pero en este punto la pesadilla solo acaba de empezar. Después toca pasar por el guardarropas para pagar por un servicio que, con el precio de la entrada, ya has abonado con creces. Pero no, tienes que darles dos euros como si estuvieran custodiando tu prenda de una jauría de obsesos a la ropa de segunda mano –es normal, hoy eso se lleva mucho–. Más tarde llega el momento decisivo, ese en el que te dispones a bailar a ritmo de Lo Malo –que es a lo que presuntamente has venido–. Pero no hay forma de hacerlo con comodidad. Codazos, hileras de personas cogidas de la mano que atraviesan la sala, la amiga de turno que te tira la copa encima y algún que otro pesado que pretende ligar contigo sin ninguna gracia, frustrarán todos tus intentos de moverte durante toda la canción.

Pero no desesperes, si lo que te preocupa es no moverte, tendrás tu oportunidad al intentar que nadie se te cuele en el baño, llamar la atención del camarero unas cinco veces sin que te haga caso y pelearte en la calle con todas las personas –que no son pocas– que quieren coger el mismo taxi que tú. Llegarás a casa a eso de las siete de la mañana con mínimo 40 euros menos en la cuenta, te meterás en la cama con pocas ganas de vivir y vendrá a tú cabeza esa jodida pregunta cuya respuesta es aún peor: ¿Qué he hecho esta noche? Pasarlo mal.

Lo que amo de los bares

Con todo lo expuesto acerca de las discotecas, ya hay muchas razones para decantarse por los bares. Aunque sus virtudes no solo nacen de los defectos de su rival. Para empezar, no tener que pagar entrada hará que solo sufras un sablazo si tu aguante es igual o superior que el de Homer Simpson –así que contrólate, por favor–. El volumen de la música –que no está a todo trapo– te permitirá hablar con tus amigos sin decir "¡¿Qué?!" ni poner cara de "¿pero qué dices?" constantemente –vaya, que no pareceréis idiotas–. El tamaño de la sala y la cantidad de personas que alberga también jugarán un papel crucial porque, de este modo, los camareros te darán un trato más cercano. Se acabó que te ignoren o te traten como a un borracho por no saber pronunciar debidamente Jägermeister –se puede decir de muchas formas y todas son igual de dignas–.

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Hablando de alcohol, la cantidad de cubatas o cervezas que se habrán tomado los clientes del bar probablemente sea inferior a los de las discotecas. Eso impedirá, en la medida de lo posible, que te jures amistad eterna con un desconocido que ni siquiera recordarás al día siguiente. Porque en el bar tendrás conversaciones con otras personas que irán más allá de la clásica "¡Cómo molas!", "No, ¡tú molas más!" y que, al mismo tiempo, te darán la oportunidad de conocerles fuera de un ambiente festivo. Quién sabe, quizás el bar sea el lugar en el que comiences a forjar una amistad o, incluso, una relación.

Otro aspecto crucial es que podrás estar horas y horas disfrutando de música –en ocasiones en directo– mientras charlas con tus amigos. Lo mejor de todo esto es que estarás sentado, por lo que se acabó ese dolor agonizante en los pies por ponerte unos incómodos zapatos que, en realidad, detestas y por no tener opción de acomodarte en una silla. Y, por último y justamente lo más importante, es que si el bar no te convence o te cansas de él, no tienes más que coger la puerta y marcharte a otro, y a otro, y a otro... sin que la culpa te pese al día siguiente. Porque cuando las cosas son gratis no hay lugar para los remordimientos. El límite solo lo marcan tu bolsillo y tus ganas de enfrentarte a una resaca. Y, de esto último, cada vez tengo menos ganas.