Ex ladronas del Bershka nos lo cuentan todo sobre el arte de mangar ropa en los 2000

No son tías chungas ni mucho menos. No lo son ahora ni tampoco lo eran entonces. Son ex ladronas del Bershka que por circunstancias buscaban la adrenalina.

No son tías chungas ni mucho menos. No lo son ahora ni tampoco lo eran entonces. Nada que ver con las garrulas que iban por ahí buscando bulla y metiéndose en líos. Eran chicas normales y corrientes de clase media, adolescentes tardías y veinteañeras tempranas que nunca 'se llevaron' nada por necesidad ni se dedicaban a esta práctica en su día a día: para ellas era un juego, una forma light de ser malotas a ratos. Movidas por una voluntad de rebeldía y el "porque yo lo valgo", lo hacían porque podían, porque molaba.  

Nuestra generación se ha guiado por una hoja de ruta bien marcada desde el día 1: colegio, instituto y, en la mayoría de los casos, universidad o equivalente. Entre el conservatorio, la Escuela de Idiomas, el voley y salir con las amigas por los sitios de siempre la emoción desenfrenada no estaba a la orden del día, así que había que echarle un poco de picante a la vida y, si de paso te llevabas una chaqueta de esas caras que no te hacía falta pero que lo molaba todo, pues todavía mejor. Hemos hablado con algunas de aquellas chicas que nutrían sus armarios de prendas robadas en nombre de una rebeldía festiva. Ellas eran pequeñas antisistemas.

Carla, 28 años. Empresaria hostelera.

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Tiene su propio negocio de cocina energética y a día de hoy asegura que ya no lo haría. "A mi me gustaba hacerlo por la adrenalina. Me lo pasaba muy bien". De todas formas reconoce que, además de la diversión, había un componente de orgullo: "Habéis puesto cámaras, alarmas, habéis puesto de todo y aún así yo he sido más inteligente, he podido", añade pensativa. Carla asegura que nunca robaba en negocios pequeños, solo en Inditex y tiendas de ese estilo. "Era una forma de saltarse la ley sabiendo que no estabas haciendo daño a nadie, al menos no físicamente claro, al empresario sí. Pero a esa edad no tienes la moral tan desarrollada y pensaba que para qué iba a pagarlo si podía ahorrármelo. Yo lo veía así".

Estos pequeños hurtos se regían por todo un plan de actuación, nada de entrar y salir corriendo. Se requería de cómplices e informantes e incluso hablaban en clave para comunicarse entre ellas: "Yo preguntaba a mi amiga si había 'cobertura para llamar'. Si me respondía que sí pues ya está, ancha es Castilla. No me preocupaba porque ella vigilaba. Una vez me emperré en una gorra rosa con el conejito de Playboy", recuerda entre risas, "era cara..., y al final me la llevé". Años después, Carla se fue a vivir a Seúl y coincidió con una española que robaba en las tiendas de la capital surcoreana con una facilidad pasmosa. "Con ella fue la última vez que lo hice. Ya no me sentía muy a gusto. Al poco tiempo, me fui de Seúl y me perdieron la maleta con toda mi ropa. Aquello fue el karma".

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Virginia. 32 años. Cineasta.

"El primer recuerdo que tengo era cuando era pequeña que veía a mi hermana mayor haciéndolo", cuenta Virginia que, después de un historial de hurtos en tiendas de ropa que se extiende a lo largo de gran parte de su adolescencia, jura y perjura que lleva "como diez años sin robar nada". Ella comenzó cuando tenía unos 13 o 14 años junto a su mejor amiga. No sabe quién incitó a quién, pero las dos iban de tiendas con unas tijeras en el bolso, en el probador recortaban la alarma y se llevaban las prendas agujereadas. "Lo hacíamos porque habíamos empezado a salir de fiesta, teníamos una mísera paga de 5 o 10 euros y no nos daba para comprarnos ropa", se justifica Virginia por audio de Whatsapp.

Pero llegó un punto en el que ya ni lo necesitaba. En el instituto introdujo en esta práctica a todas sus amigas menos a una y se pasaban los fines de semana en las tiendas de Inditex en busca de la adrenalina que les daba salir de ellas con ropa por la que otras personas pagaban. "Si veía una chaqueta sin alarma, simplemente me la colgaba del brazo y salía de la tienda con ella como si fuera mía", dice Virginia, aunque lo normal era que tuviera que apelar a las tijeras y llegó un momento en el que todo su armario estaba lleno de ropa con agujeros. Su madre se dio cuenta y la amenazó con que se la tiraría a la basura si volvía a ver una prenda con corte, con lo que dejó de hacerlo por un tiempo, pero no fue hasta que la pillaron que dejó de robar para siempre. "No me han cogido en la vida y tienen que hacerlo cuando robo un mísero bolígrafo en una tienda de souvenirs", cuenta Virginia, aunque en el fondo se alegra, porque en su caso casi se convierte en algo patológico.


Lucía, 29 años. Fotógrafa.

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"Yo nunca había robado antes del Erasmus. Pero fue irme a otro país y sentirme como más libre. Ves que son más permisivos, que te puedes colar en el metro, hay menos seguridad... Había ido con una beca que sabía que me iba a ir justa y el dinero que podían darme mis padres tampoco era mucho, así que dije: pues esta es la mía". Lucía reconoce que al principio intentaba convencerse de que era por 'necesidad'. Le dedicaba un rato a buscar la prenda y se llevaba algo que le hiciera ilusión, como un jersey para el frío que estaba por venir. Sin embargo, al final se convirtió en un juego: "Al salir nos íbamos a la habitación de una y nos enseñábamos 'el botín'. Era una competición de a ver quién salía con más cosas, o con la cosa más loca".

Entraban juntas y luego se dispersaban por la tienda. Su estrategia se basaba en la seguridad. Las prendas sin alarma eran la presa fácil: "Te metías en el probador y capa, capa, capa. Salías y dejabas un par de prendas, nadie las contaba. Pero hubo una vez, idiota de mí, que olvidé subirme la cremallera de mi abrigo. Recuerdo perfecto cómo me vi en el puto espejo y la ropa que llevaba, todo mal puesto. Era blanco y en botella que no había salido así de casa. Parecía el muñeco de Michelín, y la dependienta mirándome. No corrí porque claro..., pero con todo mi disimulo salí de allí pitando". De vuelta en España, la mayor seguridad y la vergüenza de que la 'pillaran' hizo que 'lo dejara'. Ahora Lucía vive en Chile y asegura que allí no se le ocurriría hacerlo. "Éticamente ya pesa, y además aquí el nivel económico es más bajo. Cómo me voy a llevar nada, ni siquiera lo necesito".