A mí sí me importa lo que piensen los demás

Querido lector: no estás solo. Como tú y tantísimos otros, también yo soy esclavo de la dictadura del qué dirán. Bajo su yugo he abandonado ultracómodos pantalones bombachos en lo más profundo del armario por temor a parecer un aladín, he reprimido l

Querido lector: no estás solo. Como tú y tantísimos otros, también yo soy esclavo de la dictadura del qué dirán. Bajo su yugo he abandonado ultracómodos pantalones bombachos en lo más profundo del armario por temor a parecer un aladín, he reprimido lagrimillas fugitivas en la sala de un cine para evitar comentarios burlescos y he disimulado mi veganismo en tertulias familiares para esquivar reproches y desaprobaciones. Al fin y al cabo, gran parte de nuestra autoestima pende de la opinión de los demás.

Me imagino qué debe estar pasando por tu cabeza en este instante: mi autoestima no. Casi todos nos percibimos como personas seguras e independientes, pero la realidad es diferente: con mayor o menor intensidad, en un contexto u otro, todos maquillamos nuestra identidad con el objetivo de encajar en determinado entorno. Todos modificamos nuestro comportamiento para cumplir las expectativas ajenas o para evitar un hipotético ridículo. Queremos complacer, queremos gustar y, por el camino, dejamos buena parte de lo que somos en realidad.

Preocuparnos por lo que piensen y sientan los demás es un fenómeno natural. Como afirma Kimberly Key, expresidenta de la Asociación Americana de Asesoramiento, la sensación de ser aceptado como parte de un colectivo sentimiento de pertenencia es una necesidad básica de los seres humanos. Después de todo, somos animales sociales. Sin embargo, avisa, depender en exceso de la opinión de los demás es tan perjudicial como sentirse rechazado o excluido. Una vez más, el equilibrio es la clave, pero no siempre es posible.

Quienes hemos crecido en un pueblo, lejos del anonimato que ofrece la ciudad, conocemos mejor que nadie esta neurosis por el qué dirán y la consecuente discreción en todo lo que hacemos. Porque en lugares así la intimidad brilla por su ausencia. Las extravagancias se pagan con el dedo acusador del vecino, los rumores vuelan con la velocidad de un halcón peregrino y las etiquetas se vuelven rápidamente indisolubles de la persona que las carga.

Por esta razón nos pasamos la adolescencia fantaseando con escapar a la universidad. Porque allí podíamos lucir sombrero, colgar fotografías eróticas de las paredes de nuestra habitación y flirtear con una chica sin temer que su rechazo se convirtiese en trending topic a lo largo y ancho de la localidad. Porque fuera de los confines del pueblo esperaba la libertad para ser tal como éramos, sin limitaciones, sin explicaciones. Solo que resultó que no era así: seguíamos adictos al juicio de los demás. Y gran parte de la culpa la tiene internet.

En la vida contemporánea, las redes sociales se han convertido en una especie de pueblo digital. Como afirma la psicóloga clínica María Cartagena: "las redes sociales pueden servir para fomentar las máscaras de falsa autoestima que cubren la falta de aprecio hacia uno mismo y favorecer la necesidad de aprobación por parte de los demás". Por eso pasamos gran parte de nuestro tiempo pretendiendo ser felices. Ansiando likes. Doliéndonos por los unfollows. Planeando el selfie perfecto. Proyectando la imagen que pensamos que quiere ver el mundo.

En 2015, la modelo e instagrammer, Essena O'Neill publicó un vídeo donde anunciaba su retirada de todas las redes sociales. Había comprendido una verdad muy dolorosa: había conseguido todo lo que había soñado vendiendo una identidad falsa a través de las redes. "Pueden destrozarnos la vida. La identidad virtual que construimos en las redes puede afectar a nuestra identidad real. No podemos permitir que nos defina un like, un botón que puedes apretar sin tan siquiera prestar mucha atención", apunta la especialista.

Todo sería mucho más sencillo si entendiésemos, de una vez por todas, que no podemos gustarle a todo el mundo. La psicóloga nos da la clave: "Incluso el chocolate no es igual de delicioso para todos. ¡Hay quienes hasta lo detestan! Pero si vas al supermercado lo vas a encontrar por un precio. Puedes gustarte o no, puedes comprarlo o no, pero el chocolate seguirá costando lo mismo. Lo mismo ocurre con las personas: que no le gustemos a todo el mundo no nos hace menos preciados".

Asúmelo, no podemos controlar lo que otros sienten o piensen de nosotros. Por ello, la opinión ajena es respetable, pero no puede convertirse en un condicionante a la hora de querernos. En los pueblos, en las redes sociales, en la vida: sigue tu camino. Después de todo, ¿de qué sirve encajar si no puedes hacerlo siendo tú mismo, con tus valores, tus impulsos y tu visión del mundo?