Con la cuarentena había olvidado el miedo que da tener un acosador

"¿Es esta tu casa?", me dijo por WhatsApp, con una foto de la fachada de mis vecinos, en cuanto empezó la desecalada

Estaba en una fiesta de barrio y subí una story. Unos veinte minutos más tarde me lo encontré, me saludó con un “hola” y empezó a hablarme. Era verano, una fiesta multitudinaria y sabía de muchos conocidos que habían ido, así que no fue raro encontrármelo ahí. Pero sí muy incómodo: lo había conocido de fiesta hacía unas semanas, nos habíamos liamos un par de veces y lo rechacé, así que ahí se quedó la cosa. Pero tenía todo el derecho a estar ahí y que nos hubiéramos encontrado era pura casualidad.

Le pregunté dónde estaban sus amigos y me dijo que había venido solo. Me pareció raro, pero mira, quizá era una persona muy independiente. No le di mucha más importancia. Al cabo de un par de semanas, fui a una fiesta mensual donde un amigo hacía de fotógrafo. Me lo volví a encontrar, otra vez solo. Me dijo que había venido con amigos, que los estaba buscando, aunque todas las veces que me lo topé durante la noche estaba solo.

De discotecas a encontrármelo en mi súper

No solo me acosaba de fiesta. También me lo crucé en la playa y se pasó a mi súper de confianza para verme. Como vivimos relativamente cerca, le dije cuál era mi súper y de no verlo nunca, empecé a encontrármelo semanalmente. “Este es el horario que me va mejor para hacer la compra, me pilla de camino cuando vuelvo a casa”, me dijo un día, a lo que me quedé con las ganas de responderle: “¿y siempre vienes a la hora que vuelvo de trabajar? ¿al súper que tengo en mi calle?”.

Me hablaba por Instagram, WhatsApp, por Twitter. Yo no le daba demasiado conversación, lo dejaba en visto y él, inmediatamente le salía el tick azul, me respondía con un “ais”, “pues eso”, “¿qué haces?” o, directamente, un sticker, todo para llamar mi atención. Pensaba que simplemente era muy pesado, que se sentía solo y que, quizá, simplemente necesitaba alguien en quien apoyarse.

Pero la situación se fue complicando. Cada vez que yo subía una story en una fiesta de barrio o un evento público multitudinario, aparecía, a veces con amigos, otras muchas él solo. Incluso a las fiestas de mi amigo, donde yo iba regularmente, siempre iba. Si yo ponía la ubicación en Instagram, él venía. Al principio le oculté mis stories, pero pensé que probablemente podría seguirme con una cuenta secundaria, porque seguía apareciendo. Hubo un tiempo que me puse la cuenta privada y dejé de subir contenido con ubicaciones claras, y si lo hacía era solo a mi lista de mejores amigos.

"Me han arrebatado el derecho a la privacidad"

Tenía un poco de miedo, la verdad. Sentía que no tenía privacidad, un poco como las víctimas de You. Pero como no lo veía como alguien peligroso, no fui a la policía. Ni tan siquiera me lo planteé hasta que me lo encontré a las seis de la mañana por la calle. Esa noche, yo había ido a un club que tenía lista previa y a las tres cerraron puertas. Subí stories y, por lo que imagino, vino a buscarme. No pudo entrar y se quedó dando vueltas hasta las seis por los alrededores. Le pregunté que qué hacía ahí, me dijo que volvía de fiesta, que “¡menuda casualidad!”, y si quería que compartiéramos taxi. Le dije que no, que iba en bus, e insistió en acompañarme. Al final sentí tanta presión y tanta incomodidad que acabó viniendo a casa y nos liamos, aunque yo no se lo propuse en ningún momento.

A partir de entonces, aunque si me lié es porque me parece muy guapo, lo bloqueé, porque por encima de atractivo era creepy. Tras un tiempo, algunos amigos suyos me pidieron que lo desbloqueara, que ya “estaba mejor”, y que “quería disculparse”. Cedí y volvió a acosarme con mensajes y apareciendo en sitios, aunque de forma más light. Venía, me saludaba, y se iba. Era una especie de “marcar terreno”, violentándome mucho. Todo esto fue antes de la pandemia. Ahora parece que fue hace una eternidad, la verdad.

Desescalada y venir a la puerta de mi casa

Con la tranquilidad de estar en casa sin salir, me había olvidado de su existencia. No me decía nada y, por supuesto, no me lo encontraba en ningún sitio. Yo pensaba en las ganas que tenía de fiesta, de planes, idealicé un montón el mundo de la noche, con toda la nostalgia, pensando en lo bonito que es, como si nunca pasase nada malo. Y entonces recibí un mensaje: “¿tu casa es la que tiene la bandera colgada en el balcón?”, me dijo por WhatsApp, enviándome una foto de la fachada de al lado de mi casa. “No, no vivo en ese edificio”, le dije, sin entrar en más conversaciones.

Me insistía con salir a pasear o quedar para tomar algo “y estrenar la desescalada”. Con la cuarentena me había olvidado de lo que era tener un acosador. La tranquilidad de hacer cosas sin toparte con una persona que no te apetece, que te molesta, que te da miedo. Y aunque nunca ha actuado con violencia, su presencia no es bienvenida y siempre estoy muy, muy cerca de llamar a la policía. Si no lo he hecho es porque siento que no ha cometido ningún delito. Simplemente ha sido, eso, un acosador que se ha alimentado de todo el contenido que he subido de buena fe.

No tengo miedo: sé que no me lo encontraré cuando me desplazo porque me he cambiado los horarios del súper lo bueno del teletrabajo y si salgo es para ir a casa de mis amigos y no subo fotos de mis paseos y siempre cambio la ruta. Pero cada día tengo más claro que la única respuesta pasará por denunciar: no puedo permitirme volver a las dinámicas de antes, de esas que ya me había despreocupado, de coartar mi libertad porque no puedo controlar lo qué hace un acosador con lo que subo. Mi privacidad es frágil, pero tengo derecho a ella. Y nadie debería vivir teniendo que mirar al milímetro qué comparte por miedo a que se use como un arma en su contra.

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