Mi mejor amigo desapareció y tardé 10 Años en descubrir qué fue de él

Nadie me lo ha pedido, pero hoy voy a hacer un ejercicio insano de autoflagelación pública y voy a compartir contigo mi recuerdo más doloroso y lastimero.

Nadie me lo ha pedido, pero hoy voy a hacer un ejercicio insano de autoflagelación pública y voy a compartir contigo mi recuerdo más doloroso y lastimero: La desaparición de mi mejor amigo.

Nos situamos en 1997. Por aquel entonces, yo era un tierno e inocente niño de once años, feliz y sin preocupaciones. Eran las nueve de la mañana y acababa de llegar a la casa de campo de unos familiares. Como viene siendo habitual por esta zona levantina, la idea era llevar a cabo ese ritual tan típico que nos pone en conexión con nuestros ancestros valencianos: compartir un domingo de paella.

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Siempre fui un niño muy independiente, así que, haciendo honor a mis costumbres infantiles, decidí distraerme perdiéndome solo por los alrededores. Que si esta rama es una escopeta, que si aquel árbol es un enemigo… En fin, esas cosas medio esquizoides que hacíamos todos de pequeños. Entonces, lo vi. En una jaula de hierro; un conejo negro, de ojos oscuros, suave y con las orejas caídas. Aún no lo sabía, pero había encontrado a mi nuevo mejor amigo.

No es que fuera especialmente futbolero, pero se me ocurrió que Mazinho era el nombre perfecto para él. Evidentemente, ahora éramos socios, así que no podía permitir que continuara encerrado en su pequeño presidio. Jugamos durante toda la mañana. Resultó ser un animalillo moderadamente inteligente, y yo me moría de ilusión al ver que correteaba entre mis piernas con movimientos torpones y que se acercaba cuando le ofrecía alguna hierbecita fresca.

Visto lo bien que lo pasábamos, llegué a pensar en que, a partir de entonces, debía luchar consecuentemente por convertirme en un conejo. Con esas pajaradas mentales estaba cuando me llamaron de vuelta al redil. Dejé a Mazinho en su jaula y le prometí que volvería más tarde con un poco de paella –ya ves tú- para él.

Pasé un rato jugando con otros niños hasta que llegó la hora de comer. Toda la familia esperaba, sentada alrededor de la mesa, a que el anfitrión hiciera los honores. Pero yo solo pensaba en acabar pronto y volver junto a mi nuevo compañero de juergas. De hecho, tenía en mente un plan brillante para que me dejasen adoptar a mi amigo como mascota. 

Al cabo de media hora, cogí cuatro granitos de arroz y salí volando a su encuentro. “¡Hola, Mazinho! Te traigo com… ¿Mazinho?” La jaula estaba vacía. Busqué y rebusqué desesperadamente por toda la zona, intentando comprender cómo era posible que se hubiera marchado sin avisarme. Lógicamente, me puse a berrear desesperadamente por una desaparición que significaba, inequívocamente, el fin anticipado de una vida conjunta de roedores hermanados.

Volví a la casa con toda la cara cubierta de lágrimas. Aprovechando que todos estaban aún en la sobremesa, decidí buscar un poco de comprensión grupal contándoles mi desgracia. Lloré durante semanas. Pero, con el tiempo, me fui olvidando de aquel ser que, sin duda, estaba destinado a convertirse en mi alma gemela conejesca.

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Tuvieron que pasar otros diez  largos años hasta comprenderlo todo. Fue aquel día de compras con mi madre en el supermercado. Con ella escogiendo lechugas para la cena, mi mirada distraída recayó en el mostrador. Sección carnicería.

Allí, varios cuerpos destripados colgaban atravesados por un gancho. Impresionado por el descubrimiento, me acerqué a observarlos. Entonces, mi mente voló al pasado, a aquellos instantes de silencio que siguieron a la explicación de mi tragedia. A esas caras serias. A esa prisa por recoger los restos de comida que quedaban en la mesa. A ese falaz "tranquilo, hijo, que está con los mamíferos del bosque".

Leí una vez más la etiqueta.

Quise morir: 'Carne de conejo. Especial para paella'.

Fotografías: Wintercroft, Rachel Crowe