La serie que recuerda los enamoramientos universitarios de los años 2000

El amor no era tan diferente cuando nos escribíamos SMS y mensajes de Messenger

Móviles Nokia y pitidos de SMS. Tonos de Messenger. Jerseys de cremalleras y jerseys de cuello vuelto. Un Renault 21 y ese viaje iniciático que supone dejar las provincias para irte a estudiar a una universidad. Los amores varían de formatos, cada vez tienen más etiquetas y tal vez, aunque no es seguro, son cada vez más libres. Pero en muchas cosas nos podemos ver reflejados en historias de principios del 2000 como podemos hacerlo en historias de los años 60.

La serie ‘Todas las veces que nos enamoramos’ funciona a la perfección porque nos coloca delante de la eterna dicotomía entre el miedo y el riesgo amoroso, lo seguro y la pasión, pero sobre todo porque, a diferencia de otras producciones, no muestra una victoria tan clara de la pasión.

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Se trata de una comedia romántica con momentos muy divertidos, con una estelar interpretación de Carlos González y una genial conexión entre los dos protagonistas, los guapísimos Irene y Julio, interpretados por Georgina Amorós y Franco Masini, porque sí, esta serie abre las puertas a bellezas no normativas en su elenco, pero no se atreve a dejar de apostar por papeles principales de lo más normativos.

Irene se va a estudiar cine a Madrid y conoce a Julio, un bombón argentino que además de un gran encanto y belleza física tiene un desparpajo que enamora. Y la enamora. Pero Julio tiene una involuntaria fulgurante carrera como actor de cine, pronto se convierte en estrella y eso provoca la envidia de Irene, el despiporre de drogas y fiestas de Julio y una dificultad bastante grande para que la relación cuadre en cuanto a horarios. Por no hablar del cortometraje que Irene graba con Julio, que será un cristo.

Irene y Julio son pura química, pura pasión, pero Irene tiene una pareja en Castellón y Julio unos altibajos emocionales insoportables, sobre todo para él, que tiene que medicarse y sufre tramos depresivos. Ambos cargan con un ego que no les cabe en la pantalla. Así, caen en un enganche sexual y fogoso del que es muy difícil huir, pero también en todas las dinámicas tóxicas posibles: ghosting, infidelidades, atención intermitente, lo que quieras.

Y, mientras tanto, el ex de Irene, estereotipo del novio majo de toda la vida al que tantas veces han dejado por uno más interesante al entrar en la uni, sigue siempre allí. E Irene, que desde el primer episodio reconoce que no le atravesó el “rayo” del amor al conocerlo, le tiene mucho cariño y sabe que es un tipo fiable, divertido y comprensivo, una de esas personas con las que convivir es fácil. ¿Quién ganará el pulso? ¿El rayo rompedor o el abrazo tranquilizador? En ese pulso, tan habitual en nuestras vidas, está gran parte de la gracia de la serie. Pero no la única.