Ayer fui a una barbacoa. Había bastante gente: unos jugaban al fútbol usando cubos con cervezas para hacer visibles las porterías; otros jugaban a un bádminton bastante improvisado usando cojines como raquetas; otros acababan una botella de Jägermeister en un beer pong que ya empezaba a mandar gente a la cama —a dormir, creo— y otros pocos charlaban, con un gintonic en una mano y un cigarro en la otra, sobre, si mal no recuerdo, mudarse a San Francisco. Hasta aquí todo bien.
Luego había un pequeño grupo de personas que reían en voz alta —como todas las demás—, moviéndose de un lado a otro —como todas las demás—, cambiando de postura y de expresión facial continuamente, posando en línea recta y permaneciendo a ratos inmóviles como pequeños suricatos en la sabana africana. Se trataba, ni más ni menos, del grupo selfie. Y, como en toda manada y como en todo rebaño, existe un líder, un pastor. Un pastor con un bastón en una mano. En este caso, sin embargo, no hablamos de un bastón, sino de un palo. Un palo de hacer selfies.

Yo no sé muy bien cómo funciona. ¿Tiene un botón que hace que se haga la foto? Supongo, no sé. Tampoco sé dónde se compra. Los he visto en las tiendas de souvenirs de mi ciudad, pero ignoro si se trata de un objeto tecnológico que vale la pena comprar en tiendas especializadas o si, oye, mira, no hace falta andarse con miramientos. Al fin y al cabo es solo un palo.
En realidad me gusta que sea un palo. Y que nadie se haya molestado en ponerle un nombre rimbombante: es y será el palo de selfies, el selfie stick. Y es que el palo, un simplón e incomplejo tronco, fue el primer utensilio que el ser humano usó como instrumento en su neandertal sociedad, así que creo que representa una bonita metáfora del pequeño gran paso que como animales racionales llevamos ya bastante tiempo haciendo. Un paso, por cierto, hacia atrás.

Y es que, bueno, cada uno que haga lo que quiera. Coleccionar buenos momentos es una afición muy respetable, así como el dejar huella de lo jovial de la juventud, además de experimentar con técnicas visuales y composiciones para que quepa el mayor número de cabezas en la foto. Es todo maravilloso. Pero yo me pregunto, sin embargo, y sin ánimo de dar lecciones morales a nadie, si no pesa más en el recuerdo el sudor que te corre por la espalda tras un partido de bádminton con cojines, que el número de likes que obtienes tras congelar tu sonrisa fijando la mirada en un minúsculo círculo llamado objetivo hasta que tu pastor grita ¡vale, ya!. Yo creo que un recuerdo mental vale más que uno visual. Pero, claro, ¿para qué vamos a utilizar el cerebro, pudiendo usar los ojos para mirar un álbum de selfies de nuestra fascinante vida?

Ah, y otra cosa, cómo vas a sonreír de lo bien que lo estás pasando, querido amigo, ¿si no estás haciendo nada? El selfie es la meta-sonrisa. Cómo vas a estar pasándolo bien, si esa sonrisa nace de la naturaleza de ese no hacer nada. Hablamos de sonreír por la sonrisa. Si es que es algo demasiado complejo. Es algo que hay que llevar a los laboratorios. Eso sí, si te llaman, atención, no olvides hacerte una selfie antes de entrar al laboratorio. Porque, al fin y al cabo, recuerda: si el mundo no lo ve, es que no ha ocurrido.
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