Dos figuras desnudas caminan entre la maleza seca. El color pajizo de su piel y de su pelo las camufla en el paisaje. Pese a la aridez, los píxeles laten con fuerza. La fotografía parece más vívida que la propia vida. Tanto que a uno le dan ganas de quitarse la ropa y echarse al monte. Incluso sospecha que se trata de un montaje. Detrás del objetivo, Ryan McGinley ha planificado cada detalle para dar en el blanco al disparar. El lugar y las personas que ha retratado existen, pero los ha dispuesto estratégicamente para que el espectador quiera estar ahí, con ellos, siendo ellos. ¿Y no son las fotos de Instagram con más likes aquellas en las que nos gustaría vivir?

Antes de tanto preparativo, Ryan McGinley fotografiaba a pelo lo que tenía delante. En 1999, los skaters, grafiteros y músicos de Nueva York eran sus amigos y amantes. Los fotografiaba haciendo lo que él mismo hacía: patinando, follando, pintando paredes, drogándose, viviendo rápido. Algunos murieron jóvenes. Aquella panda de marginados se había juntado sobre el asfalto para infringir leyes como rito de paso a la edad adulta y McGinley estaba allí para documentarlo. Nan Goldin y Nan Goldin ya lo habían hecho antes. Enseñaban lo mismo, pero con distintos enfoques. En las fotos de McGinley los protagonistas de 'El señor de las moscas' acaban de llegar a la isla donde disfrutan de su recién ianugurada libertad, en las de Goldin y Clark llevan demasiado tiempo allí.

McGinley cogió las mejores fotos del desmadre y las juntó en un libro que tituló “The kids are alright” 1999. No era irónico. Vale, quizás un poco sí, pero aquellos chicos parecían estar pasándoselo de puta madre. Aún con los ojos morados y la nariz sangrando, sonreían. Y él no iba a esconderlo. Se había pasado de los trece a los diecisiete años cuidando de su hermano, que había vuelto a casa para morir de Sida. En el barrio de clase media de Nueva Jersey donde vivían todo el mundo hablaba de los demás pero nadie quería que hablasen de él. Sus padres ocultaron la enfermedad de su hijo a los vecinos. McGinley quiso romper con aquel secretismo enseñándolo todo. Salió del armario y exhibió fotos de sus amantes en las paredes del Whitney Museum.

Cuando se cansó de esperar a que las cosas sucediesen para fotografiarlas, empezó a provocarlas él mismo. Un verano, un coleccionista le dejó su casa de Vermont y él invitó a sus amigos de Nueva York para sacarles fotos fuera de la ciudad. Los soltó en medio del campo y empezó a disparar.
Los capturó trotando, chapoteando y trepando.
Estaban fuera de su hábitat natural y a la vez volvían a su estado original. McGinley quiso repetir la belleza hedonista que había en aquellas fotos. Esa escapada fue el germen de los viajes a lo largo y ancho del país que desde el verano de 2005 se convertirían en una tradición legendaria.
McGinley sabe hacerlo bien. Recluta a un grupo de chicos con pintas de pastores y chicas que parecen ninfas, los lleva a los parajes más idílicos y allí recrea la Arcadia. Nada de ropa, solo zapatos para no joderse los pies. Los cuerpos desnudos se funden con la naturaleza. El retorno a su estado primitivo les devuelve la inocencia. McGinley orquestra todo para que las fotografías parezcan espontáneas. Quiere que sean una celebración de la vida, la diversión y la belleza. Para eso se asegura de que todos los que están ahí estén a gusto. Con la convivencia de los viajes consigue la intimidad de los miembros de los circos y de las bandas que están de gira. Paga todos los gastos y se declara culpable cada vez que se meten en líos, la mayoría de veces porque les confunden con el equipo de una peli porno. Con el tiempo, sus fotografías se han alejado de la influencia de las revistas porno de los sesenta para acercarse más a la de National Geographic, de la que se declara fan. En los últimos años ha probado con otras estaciones y paisajes más extremos. Para la serie “Winter” fotografió figuras desnudas en paisajes helados.

Yo aún no sabía nada de la existencia de este fotógrafo cuando me metí por casualidad en una galería empapelada de desnudos que él había fotografiado. Ni un centímetro había sin carne. Era un horror vacui de cuerpos jóvenes decorados con piercings y tatuajes. McGinley ponía en primer y único plano las figuras desnudas que posaban ante un fondo de estudio. También la evidencia de que aquello era artifical. La instalación se titulaba “Yearbook”, aludiendo a los anuarios del colegio. Miraban desafiantes a cámara, con la seguridad de que a esa edad todo es posible. Las curvas a todo color eran hipnóticas. Quise quitarme la ropa para que me inmortalizara el que había sacado aquellas fotos que me parecían más reales que muchas de las que en Instagram intentan pasar por #espontáneas.