Una ruptura me llevó a la oscuridad, pero comprendí que nunca es tarde para volver a brillar

Cuando la conocí, mi vida se iluminó. Pero cuando se fue, me abandonó en la oscuridad

By Lítera

Estaba nervioso, esperando a una distancia prudencial de la puerta de aquel bar donde íbamos a encontrarnos por primera vez. “Estoy dentro, ¡ya tengo mesa!”, me dijo por WhatsApp. Llevábamos más de dos semanas hablando y habíamos conectado mucho. Me daba miedo que las cosas no fueran a ir tan bien como habían ido digitalmente. ¿Y si no tenía nada que decirle? ¿Y si se perdía la química? ¿Y si no le gustaba mi aspecto? Me sacudí alguna pelusa del pantalón, me eché el aliento a las manos, me peiné un poco y crucé las puertas del bar.

El local estaba escasamente iluminado para crear una atmósfera romántica. Había unas diez mesas redondas repartidas bajo un techo con vigas de madera. Las paredes, de piedra, le daban un toque rústico. Me puse a caminar hacia el fondo, pasando cerca de la barra, echando miradas en todas las mesas en su búsqueda. Y allí estaba, sentada bajo la luz de una pequeña bombilla, tomándose una cerveza. Me vio y me saludó desde la distancia. Su sonrisa me iluminó, y mi corazón se paró en seco.

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Pasaron los meses y seguimos repitiendo citas. A cada cual mejor que la anterior. Todavía recuerdo aquella cuarta cita que, bajo la luz de una farola, me dijo si quería subir a su casa. Entré por el portal, era un edificio antiguo, con una escalera escasamente iluminada. Crucé la puerta de su casa, que vivía en un cuarto sin ascensor, y rápidamente nos empezamos a besar. Nos íbamos quitando las chaquetas, las camisas y los pantalones sin despegarnos el uno de la boca del otro.

En apenas unos minutos estábamos en su habitación. Ella se tiró sobre la cama y yo me puse encima. La luz tenue de la mesilla iluminaba su cuerpo, que yo seguía con mi boca. Acabamos de quitarnos la ropa interior y nos pasamos toda la noche el uno con el otro. La luz que proyectaba aquella bombilla sobre nosotros dibujaba unas extrañas figuras en la pared, como un relato de amor contado por un teatro de sombras chinas.

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Empezamos a conectar más profundamente en Navidad. Recuerdo que cuando le estaba ayudando a poner las luces del árbol de su piso, le dije que la quería. Ella levantó la mirada y vi cómo a través de las bombillas de colores sus ojos se iluminaban. Sonrió y dijo “y yo”, con su característica seguridad y firmeza, y seguimos decorando su habitación.

Llegó la primavera, el verano, el otoño y de nuevo el invierno. Casualmente, era entonces cuando a mí se me acababa el contrato del piso y a ella le advirtieron que la iban a echar por, como dijo con su habitual tono combativo, “la maldita especulación inmobiliaria”. Esa misma noche la invité a cenar. Fuimos al bar de la primera cita, aquél antro rústico que tanto significaba para nosotros. Me senté bajo la bombilla de la última vez. Yo estaba nervioso, y ella lo notó. Se pasó toda la noche intentando sonsacarme qué me sucedía. Después del café, me dio la mano y me sonrió. Entonces se lo dije: “mudémonos juntos”.

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Nos costó dos meses encontrar el piso perfecto, pero lo hicimos. Después de firmar el contrato, limpiamos y lo pintamos. Cada vez parecía más nuestro hogar. El camión de mudanzas nos lo dejó todo el sábado por la mañana. Nos pasamos casi todo el día ordenando, organizando y decorando. Eran las seis de la tarde cuando acabamos, y sin darnos cuenta, se había hecho de noche. Abrimos la luz del comedor y de golpe lo vimos: iluminado por esa pequeña bombilla, todo lo que nos rodeaba era nuestro hogar. Estábamos en casa. Nos miramos a los ojos y nos besamos, empezaba una nueva vida.

Poco a poco fuimos construyendo una vida en común. Volvieron a pasar una primavera, un verano y un otoño. Pero a medida que avanzábamos en nuestros proyectos vitales, nuestras vidas se distanciaban. Una noche ella estaba trabajando en sus planos. Sujetando con precisión la regla mientras la repasaba con el lápiz, la bombilla empezó a parpadear hasta que se apagó. Por culpa de la oscuridad, se despistó y se le torció el trazo. Entró enfadada en la habitación, gritando, visiblemente estresada. Le di unos golpecitos a la bombilla hasta que volvió a encenderse. “Tranquila, ya funciona”. Refunfuñó y se metió a continuar trabajando

No fue la última vez que sucedió. Una tarde me la encontré leyendo en el sofá. Me senté a sus pies y empecé a hacerle un masaje. La bombilla falló otra vez. Soltó un bufido, se levantó y se encerró en el baño. Me quedé sentado, a oscuras, yo solo.

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Cada vez era más inestable la bombilla. Una vez al día parpadeaba y me veía obligado a darle golpecitos hasta que funcionaba. Un miércoles de enero se volvió a apagar y nos quedamos a oscuras. “Esto no funciona”, me dijo. “Tranquila, haré que vuelva a funcionar”. “No, no se puede cambiar. Ya no funcionamos”. Se fue, y no volví a verla. Mientras yo trabajaba recogió sus cosas. Un buen día llegué después de ocho horas de trabajar y me encontré su armario vacío. Abrí la luz, la luz parpadeó y se quedó prácticamente apagada. Me senté en el sofá, iluminado por su escasa luz, llorando.

Me costó superarla. Miraba sus perfiles en las redes con la misma intermitencia diaria que la bombilla se encendía y apagaba. Así, pasaron meses. Hasta que un día, ya no quería llorar. Simplemente, se había ido. Ese mismo día llegué a casa de trabajar, abrí el interruptor y no se encendió ninguna luz. Miré la bombilla y me di cuenta de que era hora de cambiarla. Que ya había tenido su vida útil y no podía seguir dependiendo de ella.

La desenrosqué del techo y la llevé a un punto de reciclaje. Esa bombilla que tanto había iluminado mi hogar merecía una nueva vida, iluminando otras familias. Llegué al punto, vestido desaliñadamente, saqué la bombilla de mi mochila y se la di al responsable, sin mirar bien quién era. Me soltó un “gracias” con una voz suave y agradable. Me quedé parado y, poco a poco, subí mi mirada hasta sus ojos. Frente a mí, bajo una cálida luz, una chica agarraba mi vieja bombilla. De golpe, volví a sentir dentro de mí la luz que había perdido. “Es hora de que tenga una nueva vida”. Sonreí. Sí, lo era.


Para poder recoger las bombillas fundidas, la asociación Ambilamp tiene 35.000 puntos en toda España. Las bombillas de bajo consumo y los tubos fluorescentes contienen mercurio y por eso todos deberíamos evitar tirarlas a la basura. Del mismo modo que con nuestras relaciones, después de una bombilla viene otra bombilla, así que dale otra oportunidad y recicla la luz. El planeta te lo agradecerá.