Hay un puerto en mitad de la Península ibérica. Puede que no sea el más célebre de los astilleros y que su flota se resuma a las barcas que surcan incansablemente la laguna del Retiro. Puede que tenga razón las canciones con aquello del “Donde el mar no se puede concebir”, el “Vaya, vaya” y el “Aquí no hay playa”. Puede que juegue a disfrazarse de Infierno en el estío, con el sol dorando las aceras y Lucifer observando la metrópoli desde aquella prisión de piedra, granito y bronce. Puede que Madrid no sea la ciudad del verano. Pero, joder, nadie puede negar que sea la alegoría perfecta del otoño.
Madrid es el Gran Pueblo, el final de los caminos, el puerto para todos los trenes y la mayoría de los coches. Cuando acaba el verano, gatos y provincianos –como, bien sea dicho, un servidor- vuelven en soberbia peregrinación a la ciudad de los contrastes y las volteretas, la ciudad de los pobres y de los millonarios, de las hojas y del otoño. Porque la M30 es la realidad a la que nos devuelven las hojas del otoño y nadie es extraño en una ciudad de extranjeros.
Para bien, para mal, para siempre; la capital nunca deja indiferente y menos cuando comienza a desperezarse de ese sueño cálido y confuso y la ciudad vuelve a efervescer con las miles de almas que recorren la Gran Via. Dos torres en Plaza de Castilla sobresalen en ese cielo que un día pintó Velázquez y que nosotros heredamos cada mañana, mientras la ciudad emerge, revive, resucita. Madrid es el Domingo de resurrección de España. Por eso, con septiembre, vuelven los teatros ¡sagrados teatros!, las exposiciones y el trabajo. Las calles se agitan, grita el Bernabeu y el metro se sumerge desde Chamartín a Valdecarros.
Todos los trenes conducen a Atocha. Y no hay mejor momento que el otoño para visitar el Madrid de los Austrias, escribir el Barrio de las letras, respirar la Latina, vivir en el Prado, ser romántico en Tribunal, fuerte en Vallecas y extrovertido en Argüelles. Es el momento de rodear la Plaza mayor, con o sin café con leche, y perderse en esas mil puertas, que son el inicio del laberinto que inaugura el mercado del Rastro cada domingo.
Ese es el Madrid del 2 de Mayo, el de Goya, el de Cervantes, el del NO PASARÁN. El de lo llaman democracia y no lo es, el de los baretos, el de los poetas, el de las putas y el de Canalejas. Es también el del polémico Congreso y sus leones, el de la Bolsa y su ibex 35, y el de la esperanza de las Universidades, los músicos y los bulevares.
Aquí no hay o todo o nada; todo es diverso, todo es bueno y todo es malo. Todo es diferente. En Madrid la moral es una utopía que solo se quiebra con el sonido de unas monedas en la taza de un acordeonista, y desaparece cuando es engullido por el ajetreo de una ciudad que está viva, que guarda esperanza y que mira al futuro incierto desde el centro de esta peninsulita al sur de Europa y en mitad del universo.
Huye a Madrid. Porque a Madrid no se va a hacer turismo, se va a huir. Porque los que de verdad vivimos esta ciudad es porque huimos de alguna parte. Todos, incluso los que aquí nacieron y aquí morirán. Porque Madrid es un puerto, y los puertos se hicieron para huir.
Y cuándo la próxima parada sea Atocha o divises sus luces desde la carretera, este otoño, que es cuando vas a huir a esta ciudad maldita, encontrarás el laberinto de respuestas que tanto necesitas y jamás podrás olvidar este ente de argamasa tan diferente, cruel, divertido, rico, verde, mendigo, musical y gris, que pudimos llamar de muchas maneras, pero que llamamos Madrid.