Siglo XVI, Europa. La reforma de Martín Lutero ha dejado dividida la cristiandad. La Iglesia Católica ha visto cómo buena parte de sus antiguos bastiones han sido absorbidos por el protestantismo mientras otros, que aún se mantienen dentro de la órbita del Vaticano, han quedado destruidos por los conflictos que se sucedieron desde que en 1517 el famoso monje agustino colocara en la iglesia de Wittemberg las 95 tesis que cambiarían para siempre la religión. Es por ello que numerosas ciudades de Austria, Suiza y el sur de Alemania que se mantuvieron bajo la doctrina del Papa quedaron huérfanas de sus santos y reliquias, cuya adoración criticaba fervientemente el protestantismo.
La solución ante tal carencia no podía venir desde otro lugar, por tanto, que no fuera el Vaticano. Roma, desprovista de reliquias suficientes con las que nutrir a todas las iglesias teutonas, recurrió a las famosas Catacumbas donde yacían desde el siglo II d.C. los primeros cristianos que habitaron la Ciudad Eterna. No eran santos, no al menos desde el punto de vista de la rigurosa formalidad cristiana, que considera como tal solo a los canonizados. Sin embargo, fueron enviados igualmente en condición de tal, o simplemente en la de “mártires perseguidos”, para honrar las criptas de aquellos que se mantenían fieles al trono de San Pedro.
La Iglesia trataba de demostrar así su fuerza renovada, basada en una confianza ciega en sus antiguas tradiciones y que colmaba de gloria a los “Santos” sobre los que se sustentaba. Y es que una vez llegaban a su destino, los esqueletos eran adornados con todas las riquezas imaginables antes de ser expuestos en los nichos de las iglesias, tratando de sobrecoger al espectador y elevar a aquellos cadáveres a la más alta de las distinciones.
Conocidos y admirados casi individualmente, fue el fotógrafo e historiador del arte Paul Koudounaris quien comenzó a tratar estos misteriosos esqueletos de forma colectiva, elevándoles al nivel de obra de arte bien fuera a través de su admiración directa, bien fuera a través de la fotografía. Este californiano, bautizado como Indiana Bones "Indiana Huesos" en inglés ha recorrido Europa, de iglesia en iglesia, de osario en osario, buscando estas maravillosas reliquias, muchas de ellas no expuestas al público desde el siglo XIX, cuando se las llegó a considerar “macabras” y “de mal gusto”, y se las escondió en los sótanos de los templos.
Hoy, esas reliquias vuelven a ver la luz del día y alcanzan la fama que su originalidad merece. La belleza de la vida, en forma de oro, plata y piedras preciosas, parece querer combatir a la pútrida muerte a través del esplendor y la fastuosidad. Los cadáveres, antiguos romanos que decidieron seguir la doctrina de Cristo en un mundo aún pagano, duermen ajenos a su gloria, con las cuencas vacías y las manos repletas de anillos, convertidos ya sea en mártires o en santos, mientras el oro permanece y el hueso se transforma en polvo.
Es la otra cara de la muerte, la que es bella, espléndida y sarcástica.