El mundo del deporte llora la muerte de un chico español que tenía un sueño desde que aprendió a andar: ser piloto de motociclismo. Ese mismo deporte que ocupó los sueños de Luis Salom durante años, nos lo ha arrebatado de las manos a los 24.
Como periodista deportivo he tenido la suerte de conocer de cerca a la persona que había detrás del piloto, y siempre le recordaré por su lado más humano, el que hacía que, con una sonrisa suya, tú sacaras otra. Pero en realidad lo más justo sería decir 'las dos personas que hay detrás del piloto', porque nadie habla de Luis sin que le venga a la cabeza María, su madre. Ella le acompañaba en todos los viajes, fuera a Valencia o al pueblo más perdido de Argentina, Termas de Rio Hondo.
Cuando Luis conseguía terminar una carrera en buena posición, todos enfocábamos la cámara hacia María, que saltaba y se abrazaba a todo el que veía, nosotros incluidos. Cuando él se caía o no podía terminar, la cara de ella era el espejo de lo que él debía estar sintiendo dentro del casco. En el circuito siempre juntos, en los vuelos siempre juntos, en los hoteles, las cenas, los paseos, nuestras entrevistas... no concebimos un encuentro con Salom en el que su madre no estuviera cerca, tan amable, tan sonriente, tan educada como él.
Ella no quería alejarse de él, pero él siempre quería tenerla cerca: el equipo para el que corría en la categoría de Moto2 le dio a elegir: "puedes viajar en clase Business en todos los aviones que cojamos durante el campeonato, o puedes viajar en turista, pero incluyendo a un acompañante". Era una oferta habitual entre los pilotos, y muchos elegían viajar con más comodidad y pudiendo descansar mejor durante los vuelos, pero él no tuvo ninguna duda: "prefiero volar 12 horas incómodo, pero junto a mi madre".
Una foto publicada por Dani Pedrosa @26_danipedrosa el
"Yo no le pido a Dios ganar, le pido que me proteja"
Era uno de los pilotos más creyentes del motociclismo. Antes de cada carrera se arrodillaba junto a su moto, rezaba, se santiguaba él y por último, santiguaba la moto. Fui testigo decenas de veces, y cuando estaba cerca de aquello, tenía la sensación de que todo el alboroto de alrededor se silenciaba durante unos segundos.
Nos dijo que nunca rezaba a Dios para pedirle una posición mejor, un podio o una victoria, porque según él, ese era su trabajo; lo único que le pedía era no tener un accidente, acabar la carrera sano y salvo. Luis sabía que el deporte que había elegido era uno de los más peligrosos que existen: te pones a más de 300 kilómetros por horas sobre dos ruedas, y si algo falla, la única protección que tienes es tu propio cuerpo.
Él mismo había sufrido caídas escalofriantes, de esas que hacen que te lleves las manos a la cabeza y des un grito de preocupación. Más de una vez habíamos tenido que salir corriendo con un micro y poco más hacia la clínica móvil del circuito para verle llegar en camilla. Todas las veces, sin excepción, levantaba el pulgar, signo para tranquilizar, antes de desaparecer tras las puertas del edificio, y hablaba con nosotros nada más salir de él. Mientras tanto, nosotros pasábamos el rato de espera charlando con María, todos esperando las buenas noticias.
El jodido destino ha querido que hoy no pueda enseñar su pulgar al entrar, que no hable con nosotros al salir, que no pueda dar un beso a su madre para tranquilizarla. Ya no podremos volver a disfrutar de aquella sonrisa que se contagiaba a su alrededor.