"No hay nada más popular que la estupidez", dijo el escritor argentino Jorge Luis Borges refiriéndose al seguimiento mundial que el fútbol comenzó a conseguir en la década de los 70. Él y muchos otros escritores han considerado este deporte como "innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial", algo así como la antítesis del intelecto y un entretenimiento para el pueblo llano. Este aura de simpleza, de vacuidad y de irrelevancia ha rodeado al fútbol desde su nacimiento, pero la belleza de los controles de plastilina de Zidane, la zurda sideral de Maradona o las paradas imparables de Lev Yashin han animado a algunos autores a escribir sobre este deporte y a demostrar que la fábula, la narración y la retórica se pueden mezclar con el fútbol.
El cruce entre literatura y fútbol, una intersección por la que ya habían pasado antes autores como Camilo José Cela Once cuentos de fútbol, 1963 o Manuel Vázquez Montalbán El delantero centro fue asesinado al atardecer, 1988, comenzó a ser un lugar muy transitado por las letras hispanoamericanas en estas dos últimas décadas. Después de Dios es redondo 2006, del escritor y periodista mexicano Juan Villoro, y del cuento 19 de diciembre de 1971 2006, del argentino Roberto Fontanarrosa, llegó un pequeño boom que propició la acuñación, casi, de un nuevo subgénero de la literatura: el futbolístico, un formato que trata de explicar la magia secreta de los goles, la atracción implacable que este deporte ejerce sobre los niños o el ansia de imitación que provocan los mejores futbolistas de la historia.
La literatura valenciana también su sumó a la ola: llegaron Heysel, de Armand Company, Soñar goles, de Miquel Nadal, o Crecer sin Maradona. Esta serie de publicaciones llegó acompañada de otro tipo de libros: las biografías de futbolistas. La vida de Iniesta, de Ibrahimovic y de varios puñados más de jugadores de primer nivel fueron publicadas en papel. También los métodos de entrenamiento de entrenadores estrella, como Pep Guardiola. La metamorfosis, de Martí Perarnau, o El efecto Simeone.
No sabemos qué diría Borges si siguiera vivo y leyese alguna de estas novelas. Quizás que los estúpidos siguen siendo estúpidos pero que, al menos, no escriben del todo mal.