
Yo. Yo. Yo. Antes de que todos girásemos la cámara del móvil para llenar la galería de selfies, David Foster Wallace DFW ya diseccionaba yoes obsesionados consigo mismos. Al resultado lo tituló Entrevistas breves con hombres repulsivos 1999. En esta antología de 23 cuentos retrató el individualismo del que está hecha la sociedad estadounidense a través de personajes que se ríen en la cara del mismo Narciso. Su egoísmo es patológico. Y los funambulismos mentales que hacen para justificarlo, agotadores. Al lector le dan ganas de darles con la mano abierta hasta que se siente identificado con alguno de sus rasgos. Entonces el odio se convierte en vergüenza y luego en compasión.
El relato que da título al libro es una serie de entrevistas clínicas realizadas por una mujer a varios sujetos masculinos. Las preguntas se omiten y las respuestas se leen como un monólogo. Todos los entrevistados son hombres heterosexuales sentando cátedra sobre las mujeres y alardeando de su relación con ellas. Los tópicos están servidos. Su tema predilecto es el sexo. ¡Sorpresón! De eso sí que saben y quieren que la entrevistadora sepa que saben. Hablan de sexo con la superioridad de un macho alfa y sin ninguna empatía hacia las mujeres.
Son depredadores persiguiendo un trozo de carne. Pero todos tienen alguna tara y esa es su manera de compensarla. Al hombre que grita: “¡Victoria para las fuerzas de la libertad democrática!” cuando se corre le cabrean las mujeres que fingen que no pasa nada cuando él sabe que aquello es raro de cojones. Hay otro que utiliza su brazo en forma de aleta para dar pena a las féminas y ver “más chochos que un retrete”. Y otro se enamora de una chica cuando esta le explica que fue violada. Estos hombres que buscan que les palmeen la espalda después de contar su última conquista pero que creen que el machismo no va con ellos ejemplifican la masculinidad contemporánea.

No es casualidad que el relato que precede a la primera entrevista a los hombres repulsivos sea En lo alto para siempre. Si tienen que leer solo uno, que sea este. El día de su decimotercer cumpleaños, un adolescente está a punto de saltar desde el trampolín de una piscina pública. Durante el último medio año le han estado pasando cosas importantes: le han salido pelos, le ha cambiado la voz y ha tenido sueños húmedos. En lo alto del trampolín todavía conserva la inocencia. Pero aquel salto al agua es también el salto a la vida adulta. Luego vendrá la corrupción.
Además de machotes, el catálogo de ególatras también incluye a una persona deprimida, un padre que odia a su hijo, un hijo que odia a su padre, un hombre que fracasa en su intento de ser amable porque, “como todo el mundo sabe, resulta muy difícil hacer algo amable por alguien y no querer de forma desesperada que ese alguien sepa que el individuo que lo ha hecho eres tú”, y otros. DFW deja al descubierto los mecanismos que articulan el pensamiento de todos estos miembros de la sociedad estadounidense. La persona deprimida solo podría existir en la Nación Prozac: es hija de padres separados que la utilizaron durante su divorcio, acude a una psiquiatra y tiene un grupo de media docena de amigas al que llama su Sistema de Apoyo. Su autoconsciencia es tan desmesurada que no puede evitar juzgarse despiadadamente y a la vez intentar absolverse sin éxito con argumentos retorcidísimos.
David Foster Wallace también sufría depresión. El 12 de septiembre de 2008 se suicidó. Tres años antes, el 21 de mayo de 2005, pronunció un discurso en la ceremonia de graduación del Kenyon College que más tarde se publicó como libro bajo el título Esto es agua. Delante de una audiencia de recién graduados que esperaban escuchar un bonito discurso motivacional para salir de allí con ganas de comerse el mundo, DFW empezó a hablar del aburrimiento que iba a constituir una parte importante de su vida adulta.
Habló de atascos y de colas en los supermercados en los que lo fácil es odiar a las personas que uno tiene delante sin pensar que probablemente ellas también estén tan aburridas y frustradas como uno mismo y que quizás tengan vidas muchos más difíciles, tediosas y dolorosas que la nuestra. La libertad, dijo, es dejar de creer que uno es el centro absoluto del universo y empezar a preocuparse por los demás.