Tales quiso creer que era en el agua donde se originaba todo. Los alimentos eran húmedos, la tierra flotaba sobre el agua, y esta, a su vez, estaba dotada de un alma que permitía su movimiento. Para el filósofo griego, el agua era el origen de la vida, y quizá no andase tan desencaminado, porque 2500 años más tarde, un científico inglés llamado Charles Darwin demostró que el ser humano era fruto de un proceso evolutivo, aunque no fue hasta algunos años después cuando el inicio de este se situó en los océanos. Y hoy, en esa fuente de vida, en aquel lugar donde algún dios caprichoso o la aleatoriedad del universo dieron vida a la célula primigenia, es donde Elizabeth Weinberg ha elegido posar sus instantáneas.
Artista polifacética y especializada en retratos, Weinberg nació en Massachusetts y se graduó en fotoperiodismo en 2004. Tras algunos años como ayudante, decidió que si quería hacer algo grande debía trabajar de forma autónoma, y echando mano de los contactos que ya había adquirido, se lanzó a la aventura y creó su propio estudio, con base en los Ángeles. Esta jugada fue un golpe maestro dado que, en pocos años, esta joven fotógrafa ha llegado a trabajar para medios tan influyentes como Rolling Stone o The New York Times, así como para marcas del nivel comercial de Nike o Sony.
Pero Elizabeth Weinberg no se dedica solo a los reportajes o la publicidad. La fotógrafa ha sabido intercalar su trabajo puramente comercial con otro mucho más creativo, guiándose por la máxima de que un fotógrafo nunca debe dejar de hacer arte entre encargo y encargo. Porque, en el momento en el que deje de querer expresar su propia visión del mundo, estará perdido.
Por eso, hoy hemos decidido mostraros la faceta más artística de la que ha sido considerada por la PDN Photo Annual como una de las 30 fotógrafas emergentes del momento. Guiándose por su propio genio creativo, Elizabeth pone al ser humano de nuevo sobre las aguas, chapoteando en busca de sus orígenes. El océano y el río se descubren como un todo grande y misterioso, a veces oscuro, otras positivo y alegre, en el que el ser humano es solo un intruso, un invitado, el hijo pródigo que decidió volver por unos minutos, pero que acabará abandonando al frío e inestable padre, en favor de la estabilidad oxigenada de la tierra.
Por eso, el agua es salvajemente cariñosa. Atrapa las figuras calientes y las arrulla en su manto de olas y de arena, nostálgica y posesiva de sus cuerpos. Elizabeth Weinberg convierte al ser humano en sirenas y tritones temporales, alejándose de su habitual composición de retratos. Y no deja de ser curioso que una fotógrafa orientada en su mayoría a la plasmación del Homo sapiens, decida ahogar o esquivar su rostro cuando la naturaleza emerge y volvemos a casa.