Carlos Vico ha visto la muerte de cerca en decenas de ocasiones. La ha tenido delante en Groenlandia, donde esperó 14 horas en el agua helada a que los equipos de rescate lo encontrasen; o cuando se vio obligado a dormir enterrado en estiércol para protegerse del frío de los Alpes. Carlos es un superviviente que sabe que cuando el miedo se convierte en pánico, no queda otra que tratar de controlarlo para salvar la vida.

Código Nuevo: ¿De dónde viene tu pasión por la naturaleza y la aventura?
Carlos Vico: Fue mi abuelo el que me metió el gusanillo en el cuerpo. Recuerdo los paseos por las montañas de Barcelona, y cómo él me enseñó a conocer, a entender y, sobre todo, a respetar y amar la naturaleza. Él conocía en qué momento los higos estaban más maduros, cuándo llegaba la temporada de cría de los animales, por qué este árbol crecía aquí y no en otro sitio…
CN: ¿Qué sientes cuando estás solo en medio de la naturaleza?
CV: Relajación. Así como a otras personas la soledad en medio de la naturaleza les genera desconfianza o intranquilidad, yo me siento bien, en mi entorno, con otra vibración que encaja más conmigo. Las personas somos más complicadas que las plantas o los animales, por eso me gusta tanto estar solo, porque a la naturaleza la entiendo. Es como un reloj suizo en caos: allí todo funciona según su orden, en su momento, con libertad.

CN: ¿Cuál es la situación más peligrosa que has vivido?
CV: Te podría hablar de cincuenta o sesenta momentos límite, pero el que tengo más reciente, y el que más tiempo me ha tenido en peligro serio de muerte, fue el que viví en enero en Groenlandia. Imagina: 14 horas a menos 25 grados, completamente empapado, teniendo que frotar mi cuerpo con pedazos de tela de mi propia ropa para tratar de calentar las arterias que envían la sangre al corazón. Si me dormía, estaba muerto, y no podía dejar que el pánico se adueñase de mí. El instinto de supervivencia aparece cuando el miedo se convierte en pánico y lo tienes que controlar. Afortunadamente, estoy aquí para contarlo, pero cada minuto de aquellas horas fueron una tortura de la que pensé que no iba a poder escapar. ¡Mi ángel de la guarda se echa a temblar cada vez que salgo de viaje!
CN: También he leído en algún sitio que has dormido enterrado en estiércol.
CV: Fue la única solución que encontré en los Alpes. Me desorienté, me empapé con la nieve y estaba ya con una hipotermia que me hacía pensar que, con cada tiritona, mi cuerpo se iba a partir por la mitad. Entonces, vi un montón de estiércol humeante y no lo pensé: me metí allí a dormir para huir del frío de la montaña.
CN: ¿De qué otros viajes guardas un recuerdo vivo?
CV: Los que he hecho por el desierto han sido los más instructivos y enriquecedores. Allí no hay estatus social, raza ni ningún otro condicionante. Recuerdo cuando fui al Erg Chebbi. Antes de salir solo a buscar la aventura, conviví unos días con una tribu bereber para saber cómo se adaptan ellos a su entorno. Uno de los miembros del clan me dijo: “si sales ahí fuera sin agua, en cuatro horas estarás muerto”. Pensé que exageraba, pero de ahí también estuve a punto de no regresar. Menos mal que pude hacer un pozo y encontrar algo de agua, y que se me ocurrió enterrarme en la arena para huir del sol, que caía a plomo…

CN: ¿Qué sientes en esa situación, cuando piensas que todo ha terminado? ¿Qué se te pasa por la cabeza?
CV: Me invade un sentimiento de paz. Mi concepto de la muerte es diferente al de la mayoría. La gente vive en una falsa inmortalidad, pensando que si no mueres de viejo a los 80 años no has vivido suficiente. Todos los días duermes, comes y bebes para alargar lo inevitable, la muerte. Pero cuando llega el momento, nadie se escapa. Por eso, porque yo tengo un sentimiento de supervivencia tan extremo, entiendo que cuando la muerte llega, es porque tiene que llegar. Y por eso siento paz, nada más.
CN: ¿Todo esto te ha servido para enfrentarte a la vida diaria, la de la ciudad, de otro modo?
CV: ¡De una forma que no imaginas! El aprecio que yo le tengo a una ducha caliente, a tumbarme en una cama, a sentarme en una silla... es incalculable. Como siempre digo, cada vez que sobrevivo a una situación extrema estoy en una extra-ball, como en el pinball. Antes, mi vida se reducía a trabajar pero, cuando me arruiné hace seis años, comprendí que tenía que buscar algo más que el ideal de tener hijos, casarme, tener un buen coche y dinero.

CN: ¿Fue la quiebra de tu empresa ese punto de inflexión definitivo?
CN: Absolutamente. A raíz de perder mi negocio, decidí que tenía que parar un poco. Me fui a la montaña un fin de semana y comencé a recordar todas las enseñanzas de mi abuelo. Y comprendí que mi vida tenía que cambiar y debía aprender que, para vivir, no hace falta tanto como normalmente pensamos.
CV: Ahora enseñas todas estas capacidades en una escuela. ¿Qué les inculcas a tus alumnos?
CN: Yo les enseño a controlar su mente, a buscar soluciones, a ser un superviviente, un MacGyver de la vida. Tengo dos líneas de trabajo: a la primera acuden militares, bomberos y policías de todo el mundo, amantes de los desafíos extremos, y la otra está pensada para directivos y grupos de alto rendimiento, a los que enseño a controlarse en situaciones límite para que luego apliquen esas estrategias en sus trabajos. Porque lo que aprendes al límite no lo olvidas en tu vida.

CN: ¿Cuál es tu próximo reto?
CV: Si todo va bien, en enero me voy a Siberia a hacer un experimento. He organizado mi propia huida por un terreno plagado de lobos y osos, a 50 grados bajo cero. Serán cuatro días de marcha yo solo, únicamente con un GPS para que puedan seguir mis pasos, un cuchillo y una cantimplora, con el objetivo de alcanzar la primera población habitada y con tres tíos persiguiéndome para darme captura. Va a ser brutal.