Me había costado mucho levantarme de la cama. Eran casi las 2 de la madrugada, hacía frío ahí afuera y todo el mundo en el trabajo estaba de vacaciones. Menos yo, claro, que tenía que pagar facturas atrasadas y me quedé para hacer horas extras. Llegué tarde, pero el de recepción ni se molestó en levantar la mirada del periódico al pasar por delante de su garita. Me extrañó porque suele ser bastante agradable, no como el gilipollas del autobús nocturno que, prácticamente, me había cerrado la puerta en la cara.
Subí un poco mosqueada y me senté en mi mesa para empezar la vuelta rutinaria de cosas que hacer. Generalmente no hay imprevistos, email por aquí, conversación por allá, un café cada tres horas y vuelta a lo de siempre. Pero esa noche los minutos pasaban especialmente lentos y solo tenía ganas de largarme de allí.
Esperando la hora llegó mi turno. Me despedí de los dos becarios que vegetaban a esas horas por allí pero me respondieron con el murmullo de los teclados de sus ordenadores. Decidí no montar una escenita por su mala educación, apagué el ordenador, fui hasta el pasillo y subí al ascensor. Todo parecía aparentemente normal, pero tenía la sensación de que algo no estaba yendo del todo bien.

Cuando abandoné el edificio, una ráfaga de aire helado me despertó. Decidí pasear un rato en lugar de tomar el autobús directamente. Yo llevaba muchas horas de encierro en la oficina. Me merecía un poco de aire fresco.
Saqué el móvil y le escribí un Whatsapp a Álex por si quería unirse. Se encarga de vigilar que no quede nadie encerrado en los grandes almacenes, así que, estando de rebajas, supuse que también habría salido tarde. Podíamos dar una vuelta y luego ver si acabábamos la noche con peli y manta o haciendo el ridículo en un karaoke del centro. Pero hasta en el Whatsapp el tiempo iba lento. Al lado de mis mensajes estaba el símbolo del relojito, negándose a convertirse en tick.
Probé con el chat de Facebook. Nada. No se subía.
Me acordé de todos los mensajes sin enviar que se habían quedado en la bandeja de salida de mi ordenador.
¿Qué está pasando con la tecnología hoy?
Me agobié un poco pero imaginé que mi móvil debía de tener un día tonto, así que le llamé. En lugar de su voz, recibí un "piii-ruuu-biii" bastante desagradable.
Tenía clarísimo que había pagado mi factura. Pero respiré hondo y me calmé pensando que sería un fallo técnico y que al llegar podría llamar desde el fijo de casa.

Había avanzado lo suficiente como para que no mereciera la pena esperar al siguiente autobús. Apreté el paso. Cada vez tenía más ganas de llegar a casa para tumbarme a ver un maratón de series con un buen cubo de palomitas. Perfecto plan de viernes.
En el portal, me encontré con la vecina, que estaba saliendo con su perrita Luka. Solía tener insomnio, así que no me extrañó verla salir a esas horas. Como siempre que nos cruzábamos, me acerqué a acariciar a Luka, pero esa noche no debía estar muy por la labor, porque se puso a gruñir como una bestia. Cuando me acerqué a tranquilizarla, intentó morderme. Lo que me faltaba: volver a casa con el mordisco de un condenado caniche. Me aparté de ella y la vecina, sin entender qué pasaba y demasiado avergonzada como para decir nada, tiró de la correa hasta sacarla del portal. Mi noche no podía estar siendo peor.
Subí a casa y dejé mis cosas en la silla de la entrada, al lado de una cómoda horrenda que nos regalaron mis padres. Tal y como esperaba, no había nadie en casa.
O eso creía.
— ¿Hola? ¿Álex?
Hubo silencio.
Me desvestí rápidamente y entré en el baño. El cristal estaba empañado. Me sobresalté, pero pensé que podía ser del contraste con el frío de fuera. Entonces, me dirigí a mi habitación. Y lo vi. En mi cama.

Me di cuenta de que era un cuerpo en el mismo instante en que puse mis ojos en ese bulto. La maraña de pelo emergiendo de debajo del edredón. Un pelo que reconocía muy bien. Pero no podía ser. Me acerqué: vi los ojos cerrados y la boca abierta. No cabía duda. Me toqué la cara. Tan familiar y tan extraña. Tan fría. No podía creer lo que estaba viendo.
Me acordé de todo. Cansancio. Miradas perdidas. Silencio. Portero que no contesta. Móvil que no funciona. Bandeja de salida llena de mensajes sin enviar. Álex. Contestador apagado. Luka. Silencio. Eterno e intenso silencio durante todo el día.
Intenté agarrarme a la mesa, pero las piernas me fallaron y caí al suelo. No podía respirar, pero tampoco apartar los ojos de esa cama. No podía dejar de mirar esa forma humana que yacía medio tapada por las sábanas.
Ese cuerpo desnudo.
Ese cadáver.
El mío.
Crédito de la imagen: Berber Theunissen