La cura siempre estará en el mar

Este es el primer cuento de 'Cortos y breves', la sección de ficción de Código Nuevo

Una luz parpadea a lo lejos. La ven desde el puerto mientras fuman. La oscuridad, iluminada solo por la ceniza que se está quemando cerca de sus bocas, les permite divisar el destello.

Ambos se percatan de que podría ser una llamada de auxilio o una señal que ha sido colocada solo para ellos. No pueden esperar a que amanezca, así que sin mediar palabra y solo con una mirada, se dirigen hacia el barco en el que trabajan. Ríen muy bajito, recordando que un día bromearon sobre que aquel empleo les daría algo positivo, un objetivo en la vida.

El mar está tranquilo, como si se tratara de una sábana ajustada y tendida a lo largo y a lo ancho, muy tensa. Estas condiciones hacen que la hazaña sea sencilla. Parece, aun así, que cada vez que se acercan, la luz está más lejos. Cuando por fin llegan, apenas pueden mirar. El brillo es tan fuerte que les ciega. Sienten muchísimo calor cuando deciden echar el ancla. Se miran en silencio. Saben, no obstante, que solamente uno de ellos podrá bajar al fondo a ver desde cerca de qué se trata. El personaje A se enfunda el traje de neopreno, lo hace porque sabe que el personaje B no lo hará, nunca quiere bajar al fondo del océano. El personaje B será quien se quede en el barco cuidando una soga que mantendrá al personaje A atado, seguro. Cuando el personaje A se hunde en el agua, la luz mengua. El mar hace que el brillo se disperse. Empieza a nadar hacia el fondo y es allí donde consigue divisarlo: es un cofre de tamaño medio.

El personaje B observa cómo la soga se hunde más y más. Aguarda expectante sin enfocar su mirada hacia la luz. El personaje A llega hasta el cofre y con dos mosquetones lo atrapa. Tira de la cuerda para que el personaje B lo ayude. El personaje A nada, el personaje B tira, el personaje A nada, el personaje B tira. Nada, tira, nada, tira. Tras esta hazaña, al personaje B le cuesta respirar. Cuando el personaje A sale a la superficie la luz se ha apagado por completo: ¿y si lo que hay en su interior se apaga al no estar en contacto con el agua? El personaje A sube al barco y coloca el cofre en el centro. Piensa si habrá dinero o un tesoro dentro. El personaje B también piensa si habrá dinero o un tesoro dentro. Se miran. No hay candado, ni el cofre es de madera y hierro: nada de lo que imaginaban si alguna vez pensaron en encontrar un cofre está sucediendo. El cofre es gris, perfectamente regular. Podría, incluso, estar bañado en plata. Brilla. Ambos se agachan y lo tocan por encima. Está tibio.  

El mar, de repente, empieza a crecer. Comienzan a rugir las primeras olas. El barco se balancea. Ambos se miran preocupados. El barco se mueve más. La calma previa desaparece. El viento ruge. ¿Y si el hecho de coger el cofre ha desencadenado esta tormenta?, piensan ambos. El cielo se cubre de nubes. Empieza a llover. No saben si deben devolver el cofre al mar. Todo está sucediendo muy deprisa. La curiosidad les puede.

Abren el cofre lentamente, con miedo. Desde el interior, que es más profundo de lo que parece, nace una luz verde. Verde fluorescente. Terminan de abrir el cofre en medio de una inestabilidad meteorológica cada vez más intensa. La caja plateada está llena de pequeñas bolitas luminosas perfectas que se conectan. Parece un instrumento de altísima calidad tecnológica. Ellos aún no saben de qué se trata y, en parte, lo que hallan les decepciona.

El personaje A permanece quieto como puede entre el caos que genera el viento y la lluvia. El personaje B se dirige a coger una de las bolitas. Antes mira al personaje A esperando un gesto de ánimo, de aprobación. El personaje A duda pero necesita saber qué es, al menos para acabar de decidir si deben devolver el cofre al mar. El personaje B coge una bola y la lanza a rodar por el suelo del barco. De repente, el resto de bolitas salen disparadas del cofre. Empiezan a unirse como si quisieran transformarse en un inmensísimo robot dispuesto a destruir todo lo que hay a su alcance. Pero no. Tras juntarse, las bolitas pegadas unas a otras, comienzan a alzarse para transformarse en paredes y un techo. Frenan, así, el contacto de la tormenta con los personajes. 

Hay otro grupo de bolitas que se mueve como quien busca descubrir la intimidad de un secreto dentro de unos cajones. Frenan en seco y forman una flecha hacia el personaje B. Este mira al personaje A, que abre los ojos con pánico. "Sal de ahí", le susurra. Es la primera vez que es necesario intercambiar palabras. El personaje B no puede moverse. Las bolas, como una enorme plastilina, se deslizan por el suelo hasta llegar hacia sus pies. Lo detienen. Empiezan, entonces, a reptar por sus piernas, sus hombros y su cuello. Todas se unen para adentrarse con fuerza en su boca. De la boca a la garganta, de la garganta a los pulmones. Un brillo verde le enciende el pecho, se vislumbra tras su camisa. En un instante todo se calma. 

El personaje B está completamente paralizado. Toma aire para calmarse y cuando respira siente, por fin, que ya no le falta el aire.