Yo corro. Quizás tu nades. O juegues al baloncesto, o practiques el Roller Derby cuya existencia para mí fue un total descubrimiento, igual de atroz y fascinante. Cualquier deporte inspira estas palabras. Yo corro. Y como parece que está de moda, pues debo decir que "soy runner". Aunque aún no me he vestido de Power Ranger, y ni siquiera sé si soy pronador o supinador. Pero corro.
No nací para correr. Nunca fue mi fuerte. Ni le dedicaba tiempo, ni quería dedicárselo. Y cualquier deporte requiere tiempo, la unidad de medida más valiosa que poseemos, mucho más que todos los euros del BCE o esos bonitos dólares americanos, aunque tristemente no reparemos mucho en ello. Y es curioso que en esta época de mi vida, justo cuando menos tiempo libre tengo, sea cuando le dedico más tiempo a correr.
Y ahora, ¿por qué corro? “Correr es de cobardes”, solía decir; “corren los que tienen algo de lo que huir”. Meditándolo, no iba tan desencaminada. Confieso que huyo.
Cuando corro, huyo. Huyo de mi rutina, de las cuatro paredes. Huyo de mis errores, esos que estarán ahí a la vuelta, pero a los que puedo dejar atrás durante unos instantes. Huyo de la pereza, que es la antagonista de la historia; el enemigo a las puertas, que nos espera siempre para salir al campo de batalla, susurrándonos que no somos lo suficiente fuertes.

Huyo de los silencios, quizás por eso no soy capaz de correr sin música. Huyo de mis dudas, de las expectativas, de mis neuras, de todo eso que en ocasiones me impide avanzar. Y con ello avanzo y aprendo. Avanzo lento. Corriendo, poco a poco, un minuto más cada día, un segundo más rápido, una zancada más. Para que cada vez que cruce una meta recuerde los pasos que hay tras ella.
Huyo de ti. De mí.
Huyo del pasado, del presente, y del futuro incierto. El deporte puede ser extraño y perverso. Porque cuando estás ahí fuera, llega un momento en el que el tiempo se detiene, justo en el momento en el que el aire pesa y tus pulmones te piden clemencia, cuando tras todo el agobio consigues aplacar la pereza. Le acabas de clavar una estaca a tu enemigo. Ese instante en que logras la plenitud y acaricias la felicidad. Esa fracción de segundo en la que te conviertes en tu propio héroe.
Crédito de las imágenes: Mark Stevens y Mark Stevens