Cómo Una Amistad Eterna Puede Ser Destruida Por Un Comentario

Hay amistades que acaban en familia. Y no necesariamente a través de lazos maritales o sanguíneos. Esto va más del lado de la amistad.

Hay amistades que acaban en familia. Y no necesariamente a través de lazos maritales o sanguíneos. Esto va más del lado de la amistad. Pero no de la normal, sino de esa profunda, producto de la convicción y del corazón. Colegas, compañeros, amigos, confidente, hermanos. De repente; la guerra. La fractura por una bandera. Y, con ella, el final de una relación aparentemente indestructible que termina haciéndose añicos. Lo supieron bien los baloncestistas, de origen yugoslavo, Drazen Petrovic y Vlade Divac. Un croata y un serbio que nunca podrán arreglar aquello que se rompió entre ellos en 1990.

Petrovic y Divac eran compañeros de victorias en una selección que deslumbraba al mundo a finales de los años 80: lo de aquella generación superaba los límites del deporte, y cada partido se convertía en un espectáculo más propio de los Globetrotters que de un aguerrido equipo balcánico. En 1988, ganaron una medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Seúl y su brillantez sobre la pista les abrió, finalmente, las puertas de la mejor liga del mundo: la NBA.

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En Estados Unidos no jugaron en el mismo equipo, pero sus orígenes y su amistad, forjada en la selección, les haría convertirse en más que amigos: pasaban las vacaciones juntos, se apoyaban incondicionalmente en los momentos duros y hacían esa vida familiar en común que tanto necesitaban en un país que no era el suyo.

La brecha de una guerra

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En 1990, tras varios años de tensiones en ascenso, la situación llegó a ser muy preocupante para los nacionales que vivían fuera de él: Llamadas diarias, noches sin dormir, viajes fugaces para asegurarse de que sus familiares estaban bien… Ni las estrellas que vivían en Estados Unidos conseguían librarse de un conflicto que acabaría estallando en una guerra que dejaría 130.000 muertos, en apenas cinco años. En la Guerra de los Balcanes nadie estaba a salvo. Tampoco los grandes nombres de un país quebrado .

Por una maldita bandera

Nadie ni nada quedaba al margen del conflicto. El ejemplo más claro se vio en la final del Mundial de baloncesto de Argentina:  El 20 de agosto de 1990, Yugoslavia ganó a la Unión Soviética y se convirtió, por tercera vez, en campeona del mundo. En el pabellón de Buenos Aires, a diferencia de lo que había pasado las otras dos veces que la selección había ganado el oro -en 1970 y 1978-, las banderas de los aficionados de origen yugoslavo no exhibían los mismos colores, algo que no había pasado desapercibido por los jugadores, equipo técnico y delegación.

En teoría, solo tenían que ignorarlas, dedicarse a jugar y, si ganaban, celebrar la victoria. Nada más. Pero, en un conflicto civil que hiere y separa a todo un país, no existen las teorías. Todo afecta. Todo es familiar. Todo es personal. La amistad pasa a un segundo plano. Y, cuando un hombre saltó a la pista para celebrar la victoria llevando una gran bandera croata, Vlade Divac explotó: Se encaró con el aficionado, le arrebató la bandera y la tiró: “Esta bandera no pinta nada aquí”.

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"Las cosas en nuestra tierra están muy mal, Vlade"

La siguiente vez que se encontraron fue en Portland, hogar del equipo de Petrovic, cuando los Blazers y los Lakers de Divac se enfrentaron, la temporada siguiente, en un partido de la NBA. Vlade no lo supo hasta aquel momento, pero algo había cambiado dentro de su amigo, algo se había congelado. Lo descubrió cuando fue al vestuario a saludarle antes del último entrenamiento previo al partido.

Allí, Petrovic recibió a Divac con un “las cosas en nuestra tierra están muy mal, Vlade. Tenemos que esperar a ver qué pasa”. “Pero oye, que soy yo, ¿de qué me estás hablando, Drazen?” No hubo respuesta. Esta fue la primera y única conversación que Drazen Petrovic y Vlade Divac iban a tener sobre el capítulo de la bandera del año anterior. El destino acabaría impidiendo que hubiera una segunda.

“Pensé que llegaría el día en el que Drazen y yo pudiéramos sentarnos a hablar”

Pero ese día no llegó: durante las dos siguientes temporadas, ambos intercambiaban unos segundos de conversación en la pista cada vez que sus equipos se enfrentaban. Lo justo para que nadie se diera cuenta de que la amistad que les había llevado a considerarse como hermanos había desaparecido por completo.

El 7 de junio de 1993, Drazen Petrovic tenía que estar en un avión viajando a Zagreb con los compañeros de la recién estrenada selección croata. Sus maletas estaban facturadas cuando, en el último momento, decidió quedarse con su novia en tierra y hacer el trayecto en coche. Durante los 200 primeros kilómetros, los tres integrantes del coche, Drazen, su novia y una amiga, estuvieron charlando. Después, él se quedó dormido y ellas se turnaron para conducir. Drazen Petrovic no volvería a despertar. A la altura de Munich, y en medio de una gran tormenta, un camión quedó cruzado en la carretera y el coche no pudo esquivarlo. Petrovic y sus dos acompañantes murieron en el acto.

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Vlade Divac se enteró de lo sucedido horas después, cuando vio la noticia en la televisión. En el momento que supo que, el que había sido su confidente, su amigo, su hermano, ya no estaba. Se dio cuenta de que esa herida abierta en 1990 nunca podría cicatrizar. “Siempre pensé que llegaría el día en el que Drazen y yo pudiéramos sentarnos a hablar… pero ese día no llegará”. Divac vivirá el resto de su vida con el peso de quien no pudo arreglar las cosas con el hermano que eligió tener.

Esta no es una historia de deporte. Tampoco es una crónica de guerra. Este no es un artículo de superación personal. Esta es la crónica de una amistad rota, la vida de dos personas normales y corrientes separadas por un comentario, por una bandera, por una guerra. La prueba definitiva de que existen palabras que, en ocasiones, nunca podrán ser borradas por el tiempo.