Para funcionar en la vida, para interactuar entre nosotros y tratar de marcar el camino que deseamos seguir todos necesitamos partir de cierta seguridad con respecto a quiénes somos. Necesitamos tener clara una identidad que nos sitúe y nos defina en el entorno en el que vivimos. Es algo que tenemos tan interiorizado que, a menos que nos sentemos a cuestionarlo, generalmente ni siquiera nos llegamos a plantear. El mundo nos obliga a tener ciertas cartas sobre la mesa antes de empezar la partida, y difícilmente podrás jugarlas si sientes dudas al respecto. De hecho, estos factores que te definen como persona no suelen nacer de una decisión personal, sino que ya nos vienen dados. Y nuestra primera tarea consiste en asumirlos, aprenderlos y crecer solo en los parámetros que estos te permiten.
Las dos primeras cartas que nos reparten son las de género y nacionalidad. De hecho, la primera constancia que queda de nosotros al llegar al mundo se basa simplemente en lo que tengamos entre las piernas y la zona del mundo en la que hayamos nacido. Y estos dos factores, a priori incuestionables, son nuestra carta de presentación en la vida.
Podemos construir toda una vida sin ni tan siquiera tener que reparar en ello. Nuestra identidad ya está sellada en gran medida, pero tenemos una infinidad de vivencias y particularidades personales que nos hacen sentir dueños de nuestra propia historia. De hecho, tenemos tan asumido que la organización del mundo es la que es que nos resulta muy complicado visualizar una realidad sin fronteras. Vivimos en un mundo en el que yo “soy yo” porque soy “de aquí”, y soy una persona muy diferente de los que son “de allí”. No me refiero solo a la distancia física, de idioma o costumbres. Las líneas que hemos marcado en los mapas separando artificialmente la tierra hacen que nosotros podamos definirnos en base a la diferencia que sentimos frente a la gente del otro lado de la frontera. La identidad nacional nos permite sentirnos parte de algo. Pertenezco a un lugar, a un colectivo que comparte conmigo una razón de ser. Es la idea de compartir con un grupo de personas mucho más que un espacio físico. Son unos lazos, una perspectiva a la hora de mirar la vida, cientos de puntos que nos implican en un proyecto común.
¿Quién sería yo si no fuera por mi lengua, mi cultura y mis tradiciones?
La patria nos la enseñan en el colegio. Desde niños nos empujan a quererla, a valorar todas las características que la hacen única. Tenemos que aprenderlas, creerlas y repetirlas, porque todos estos matices son los que nos definen y nos atan a ella. En algunos casos es más evidente que en otros, pero incuestionablemente nos adoctrinan para amar la patria y defenderla. ¿Quién sería yo si no fuera por mi lengua, mi cultura y mis tradiciones? Está tan dentro de nosotros que cuesta ponerlo todo en perspectiva. Casi parece que este sentimiento haya aflorado en nosotros de forma natural, como si al nacer y crecer en un lugar la lealtad a ese trocito de tierra y su gente se hubiera impregnado en tu ADN.
Nos cuesta muy poco colgarnos una bandera y lucirla con orgullo, como si haber nacido aquí o allá tuviera algún tipo de mérito o nos hiciera especiales por defecto. Sin embargo, nos cuesta mucho mirar hacia arriba y preguntarnos quién, con tanto empeño, se ha esforzado en convencernos de que son esos colores, y no otros, los que han de hacer que nos emocionemos. El sentimiento de identidad nacional es mucho más que el amor por la tierra. Es la herramienta más infalible que tienen los gobiernos para controlar a una población. Es un sentimiento que implica una obligación moral, la obligación de defender tu patria con la vida si llegase a ser necesario. Y si nunca nos paramos a plantearnos todas estas cosas es probable que, pensando que luchamos por nuestra tierra, acabemos siendo monigotes de batallas por intereses de terceros que, en realidad, tienen muy poco que ver con ella.