Así es como perder el carnet de coche me enseñó a no conducir borracha nunca más

Lo que vino después de conducir borracha fue mucho peor que quedarme sin coche

Una noche de marzo de 2013 me atreví a coger el coche después de beber cuatro cubatas. Pensaba que "controlaba", que no tenía que pasar nada por conducir borracha durante 10 minutos por Barcelona. Me equivoqué. Cuando estaba solo a dos calles de mi destino, un coche de la Guardia Urbana se puso a mi lado para decirme que estaba haciendo “eses”. Primero me excusé diciendo que eso se debía a que las líneas que delimitan los carriles de la calle Balmes "no estaban bien pintadas", que "no se veían bien". Al cabo de unos minutos, me di cuenta de que había cavado mi propia tumba, ya que con aquellas palabras solo hice que darles más motivos para que no tuvieran duda de que había bebido.

Después de aquello no me dieron más opción que soplar en un alcoholímetro el cual intenté engañar echando el aire hacia fuera. Pero ese gesto solo sirvió para que uno de los agentes me pegara un grito obligándome a soplar como era debido. Cuando el pitido de la máquina me detuvo, los agentes se miraron perplejos entre ellos y después me enseñaron la cifra que cambiaría mi vida en los próximos meses: 0,96 mg/litro en aire espirado –el límite es 0,25–. Así que el resultado de esa noche fueron ocho meses sin carnet y una multa de 900 euros que, inevitablemente, hicieron que el mundo se me cayera encima. Sin embargo, ahora estoy convencida de que perder el carnet es una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida porque, desde esa noche, no he vuelto a ir bebida al volante. O, lo que es lo mismo, no he vuelto a ser un peligro en la carretera. 

Consecuencias en mi vida personal

Lo primero que hicieron mis padres fue repetirme infinitas veces que podría haber matado a alguien o a mí misma, pero no me metieron la bronca. Solo hubo decepción y desconfianza – mucho peor que el enfado–, y eso provocó que prácticamente no me hablaran. También me trataban como si fuera a emborracharme a la mínima de cambio –pensaban que por salir con mis amigos a beber dos cervezas volvería a casa dando tumbos–. Y eso me dolía porque, más que tratarme como a su hija, me hicieron sentir que era un despojo social. Era como si hubiesen dejado de reconocer a la persona que llevaba 20 años ante ellos.

No solo sentí vergüenza entre las paredes de mi casa. Fuera tuve que enfrentarme a preguntas indiscretas de amigos y conocidos, como “¿por qué ya no coges el coche?”, cuya respuesta era siempre 0,96. Después llegaban miradas juiciosas y silencios que cuestionaban mi civismo, madurez y capacidad para terminar siendo una adulta. Aunque no me lo dijeran explícitamente, sobraban las palabras para vislumbrarme que, para ellos, había perdido la credibilidad. Algo que me mataba por dentro porque no veía justo que se me juzgara por el error de una noche como si no hubiese hecho nada bueno antes.

Por aquel entonces, me había acostumbrado demasiado a ir en coche. Vivía en un pueblo situado a 20 kilómetros de Barcelona, por lo que lo utilizaba de lunes a viernes para ir a la facultad y los fines de semana para ir a las prácticas de la facultad –ambos situados en la capital catalana–. Así que pasé de invertir 40 minutos al día en desplazarme a unas dos horas –tenía que bajar caminando a la estación, pasar unos 35 minutos en el tren y después coger el metro–. A pesar de que ahora no lo veo como un gran drama –era un privilegio tener la opción de moverme en coche–, para la joven de 20 años que era entonces significaba recordarme a diario que la había cagado, que tenía que pagar por un error. 

El curso para volver a ser buena conductora

Los ocho meses sin carnet y la multa no fueron el único castigo por el que pasé. Después tuve que hacer un curso de recuperación de puntos con otros cinco jóvenes que también habían hecho lo que no tocaba al volante. No fue difícil abrir los ojos teniendo en cuenta que, durante las dos semanas del curso, tuve que hacer un interminable cuaderno de ejercicios que cuestionaban mi comportamiento y me tachaban de estúpida a base de preguntas como: "¿El consumo de alcohol puede modificar la visión periférica del conductor?". Obviamente sabía la respuesta, por lo que sentí que a ojos de las autoridades era como si hubiese olvidado como era ser una buena conductora. No dije nada al respecto porque sabía que ya no merecía ese reconocimiento, pero eso no impidió que me sintiera frustrada por haber dejado de ser una ciudadana corriente.

Otro aspecto que jugó un papel aún más crucial fue la visita de un hombre que iba en silla de ruedas porque tiempo atrás un coche se lo había llevado por delante al saltarse un stop. Él no había bebido e iba a 20km/h, por lo que su caso probó que nadie estaba exento de peligro en la carretera y que yo podría haber dejado a alguien en silla de ruedas. Cuando ya creía que no podía sentirme más culpable, llegó la charla con una psicóloga a quien tuve que responder a una serie de preguntas, como “¿por qué cogiste el coche bebida?”. A pesar de que en ningún momento me juzgó, alguna de mis respuestas – del tipo “pensaba que no pasaría nada por conducir borracha durante 10 minutos” – me demostró que únicamente la impulsividad y la inmadurez me habían llevado a cometer ese fatídico acto.

Y eso me recordó, otra vez, que esa maldita noche de marzo no había sido consciente de que me estaba jugando la vida. Aprender que un coche puede ser un peligro mortal si no se conduce con responsabilidad, la presión social, la dureza –merecida– con la que me trataron mis padres y el cambio que experimentó mi vida, son algunas de las cosas que han hecho que nunca más vuelva a conducir nunca borracha. Porque, al final, un vehículo no es más que algo caro y contaminante pero que, a cambio, nos aporta más libertad a la hora de desplazarnos. Nada más . Así que, si un accidente nos arrebata la posibilidad de caminar, acabamos en la cárcel o, incluso, acaba con nuestra vida, ¿de qué nos habrá servido tanta libertad? La respuesta siempre fue "de nada", el problema es que algunos éramos demasiado jóvenes para comprenderlo. La verdadera libertad conlleva mucha responsabilidad.