Fui al hospital por unas llagas en la lengua y acabé en un viaje psicodélico

Ir a urgencias en plena crisis del covid-19 fue una experiencia de película de terror

Llevo todo el confinamiento sufriendo cambios de humor y saludando a la depresión desde el otro lado de la acera, pero esta última semana ha sido un verdadero viaje de redención que tardaré en olvidar, aunque mejor os contextualizo primero. Madrid acaba de abandonar la fase 0,5 para por fin dar el salto a la ansiada fase 1, pero hace dos meses hubiese jurado que el mundo ya se habría ido a la mierda por estas fechas. Aunque vivo en la capital española suelo andar por Bilbao y el viernes 13 de marzo en el que Pedrito anunciaba el inminente estado de alarma nacional, yo estaba haciendo fotos en un estudio del Casco Viejo con dos compañeros al borde del ataque de ansiedad por la que se nos venía encima. Esa misma noche conseguí montarme en un autobús de vuelta a Madrid en el que íbamos tres personas y que nos dejaba en el intercambiador de Avenida América media hora antes de que cerrara el metro. Durante todo el trayecto me sentí amenazado, mirando a todos lados, agarrando con fuerza mi mochila y oliéndome de alguna forma que esto iba para largo.

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No quiero recrearme contando lo que todas ya sabemos: el confinamiento nos ha desmontado el año, ha muerto mucha gente, se han arruinado negocios, la sanidad ha estado desbordada, algunas colegas han conseguido aprovechar el tiempo y encontrarse a ellas mismas, y otras en cambio hemos dudado de todo cuanto hacemos en la vida y no sabemos si estudiar a distancia otro máster o irnos al pueblo y no volver a la capital jamás. Yo soy de los que ha sufrido lo que me gusta llamar “la lotería rusa”, que viene a ser que cada puto día me he sentido de una forma distinta, como la mitad de mi generación tengo 25, a quienes nos dio fuerte lo de las videollamadas y los autocuidados pero ahora no queremos saber nada de nadie. 

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El caso es que —de tanto piti y tanta cerveza supongo— un día me desperté con toda la boca llena de bultos, heridas, la lengua supurando algo amarillo, y una jeta de muerto viviente que no sabía dónde meterme. Me pegué una ducha rápida y salí corriendo al centro médico más cercano, pero adivina qué: era festivo por San Isidro y ninguno de los cuatro centros a los que fui estaba abierto. Os podéis imaginar el palo que me daba tan si quiera plantearme ir a urgencias de cualquier hospital. Apenas llevo cuatro meses en la ciudad y no conozco a gente que viva cerca de mi barrio o que tenga coche, y aunque la conociese os juro que en ese momento pensaba que me desmayaba ahí mismo en frente del kebab de mi calle. Por primera vez en mi vida recurrí a la policía, le hice un gesto de aviso a un coche de los municipales que pasaba por la rotonda y les paré para comentarles la situación, a ver si me daban alguna solución —esto por supuesto hablándoles con la boca totalmente inflamada, con la mascarilla quirúrgica puesta, y a dos metros de la ventanilla de la copiloto que no paraba de decirme que no me acercase al coche patrulla; ya no sé si por el coronavirus o por la posible infección en mi boca de la que le estaba hablando. Me recomendaron ir a urgencias si me veía muy jodido, ya que al ser festivo no tenía más opciones. 

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Así que nada, paré un taxi y directo a La Paz. Durante la primera mitad del trayecto el taxista no dijo ni una sola palabra, se limitó a subir un poco el volumen de la radio y a intentar abrir el envoltorio de un chicle sin soltar el volante y sin tocarse mucho la mascarilla. Cuando estaba esperando por fin a que me viera la dermatóloga vi a un señor mayor en una camilla bastante amarillo, con la boca abierta de par en par, y siendo llevado por varios enfermeros a toda prisa a otra sala; no creo que estuviera enfermo de covid-19, pero me quedé pálido, y me entró la mayor agorafobia que he sentido en la vida.

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Tras un rato pensando que mi boca se iba a caer a trozos, por fin pasé a la consulta de la doctora “C” y, en resumen, me dijo que no tenía ni idea de qué me pasaba. Descartó que las llagas fueran carcinomas de mis células escamosas cáncer de labio ya que no tenía decoloración agrevisa o entumecimiento exagerado, pero buena pinta me dijo que no tenía, así que mejor prevenir. La señora me cogió muestras para hacer un cultivo, y como los resultados iban a tardar una semana los cuales aún no he recibido me recetó varios medicamentos para “curar” las infecciones y movidas que ella barajaba como posibles. Y el resto ya os lo imagináis: farmacia, taxi, ducha, lavadora y vuelta al sofá de mi salón. Lo mejor de esta historia —si es que hay algo bueno en ella— es la aventura que he vivido con mis nuevos amigos: Valaciclovir, Tramcinolona, Mycostatin, y Ebastel Forte este último es colega mío desde bastante antes de esta experiencia, ya que es la medicación que tomo diariamente por mi dermografismo y urticaria crónica de tipo nervioso. 

Un tripi legal

Mi viaje de ida comenzó la madrugada del sábado 16 de mayo, aproximadamente una hora después de tomarme mi primera remesa de medicamentos. Desconozco si la suma de estos antibióticos, jarabes y corticóides produce algún tipo de adicción, pero os aseguro que los efectos secundarios han sido tales que hasta un tripi se queda corto. La farmacéutica que me vendió las medicinas me comentó que era muy importante que no me diera el solecito, ya que el Valaciclovir puede dejar manchas en la piel tras una exposición prolongada. También me mandó Vitamina C de 1gramo para prevenir algún mareo, pero de posibles efectos tras la ingesta de todas juntas no dijo ni pio. 

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Mis compañeros de piso han sido espectadores de una película de serie B en la que el prota se convierte en zombie y de vez en cuando muta en una especie de predicador del fin del mundo. He sufrido cansancio extremo, así como efectos secundarios dérmicos y apagado cerebral total. Yo, que suelo dormir poco y odio las siestas, he dormido más que ni en un domingo de resaca en agosto. Durante varios días solo he querido escuchar música y chasquear los dedos para terminar el tratamiento. Soy bastante workaholic de normal, así que el hecho de tener el cerebro en modo ahorro de energía y que casi todo lo que flotaba en mi estómago tuviera que ver con un prospecto no me ha ayudado nada a sentirme productivo. Se me ocurrió buscar por internet si estos medicamentos me podían provocar algún efecto adverso preoupante y encontré algunos efectos de tipo neurológico muy poco frecuentes < 1% como confusión, desorientación, agotamiento, agitación, delirium o alucinaciones, pero también os digo que en el prospecto de mi medicación para la urticaria pone que puede provocar depresión extrema, así que ni tan mal. 

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Aun habiendo alcanzado la recta final de mi lucha contra a saber qué gusano bucal, una deliciosa tarde de bochorno madrileño decidí tumbarme en mi cama mientras escuchaba la última mixtape de Flume. No sé describir bien la sensación que invadió mi cuerpo, pero durante unos veinte minutos estuve flipando en colores, literalmente. Soy daltónico, pero cuando abrí los ojos y vi a cinco hombres negros vestidos de blanco disparando formas cromáticas contra mis paredes de gotelé sentí que podía ver todos los colores del universo. Una lástima que estos viajes durasen apenas unos minutos, aunque por suerte se repitieron varias veces durante los últimos días de tratamiento.

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Cada vez con un nuevo guión y una respuesta física distinta por mi parte, aunque no todos fueron igual de épicos. Una noche me desperté desorientado con un picor muy extraño en el cuerpo, pero no me daba cuenta de que estaba rascando mi edredón y sentía como si mi piel se hiciera más gruesa y me atrapara en mi propia corporeidad. Es jodidísimo de explicar porque es una especie de “poso cerebral” que apenas consigo visualizar, pero tenía ante mis ojos mi propio cuerpo entrando por mi boca y creciendo todo el rato a la vez que flotaba en un vacío totalmente negro. El siguiente día me lo pasé tirado en mi silla reclinable del salón, flipando con las golondrinas que pasaban frente a la ventana e intentando que no se me cayera la baba, ya que la crema de Tramcinolona es arenosa y da bastante asco. Al verme así durante tres horas, mi compañera de piso me dijo que si no me conociese juraría que me había pinchando algo. Hay que tener en cuenta que no he fumado ni bebido mientras he tomado la medicación. 

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Creo que el final de esta historia cae por su propio peso: los dos últimos días de cóctel de pirulas decidí tener la cámara de fotos siempre a mano con el flash cargado, por si acaso en alguno de esos momentos de flipada me daba el cerebro para componer una imagen con sentido. A pesar de que mi mente estaba más turbia que el agua de la bañera de Gummo, puedo decir que las imágenes ilustran bastante bien lo que he sentido estos días. Obviamente no son representaciones de mis alucinaciones, todavía no puedo hacer fotos con los ojos, pero os aseguro que no recuerdo haber hecho algunas de ellas. También os digo que, aunque tengo los labios prácticamente curados, han pasado diez días desde que fui a urgencias y todavía no qué me pasa. Preguntar al Doctor Google por tus síntomas es lo peor que se puede hacer, pero de momento estoy barajando varias opciones: Gingivoestomatitis herpética incipiente, liquen de mucosas, candidiasis eritematosa aguda, carcinomas, o herpes zóster. Pero ni idea. Algunas seguro que os suenan; yo por si acaso le he dicho a mi madre que ha sido cosa de mi bruxismo céntrico. Y no, no soy hipocondríaco, solo que estoy puteado siempre con movidas bucales.

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Esto te podría pasar a ti perfectamente, que lo sepas, ya que las causas de toda esta mierda son el tabaco, el alcohol, el azúcar, acumulación de sarro, y yo que sé, yo no fumo mucho, y quitando alguna cerveza tonta el finde tampoco es que le de mucha caña a mi cuerpo, así que habrá sido mala suerte supongo. O buena, según se mire, me he llevado una experiencia psicotrópica bastante interesante y sin hacer nada ilegal. Además, estas imágenes que os traigo desde luego cuentan algo especial, no sé exactamente el qué, pero por ahora son el testimonio de mis mejores momentos durante el confinamiento.

***Esta experiencia es consecuencia de una prescripción médica. No consumas medicamentos que no te haya recetado el personal sanitario.

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