Fui a Israel y me trataron como un criminal porque tengo apellido árabe

Por mucho que te cuenten de Israel y Palestina, solo viviéndolo entenderás las realidades de estos territorios unidos por el conflicto y la colonización
En el check-point de Belén

Tras bajarme del avión, llegué a un control donde una agente de seguridad me hizo preguntas durante diez minutos sin gesticular nada que pudiera parecer una mínima sonrisa. “¿Qué vas a ver, dónde te vas a alojar y para qué vienes a Israel?”. Le conté la verdad, o casi toda. Había venido a ver a un amigo español que estaba estudiando ahí, y me iba a hospedar en su casa de Tel Aviv, pero omití que entre mis planes estaba visitar Palestina. Por si acaso. 

Lo que no me podía imaginar es que ese iba a ser el primero de muchos controles. No exagero si digo que estuve unos diez días en el país, y me interrogaron casi una decena de veces. Solo en el aeropuerto para salir del país ya tuve que pasar por cinco guardias inquisidores. Y todo, probablemente, porque mi segundo apellido es de origen árabe Alcázar. Pasé el control y me recibió un cartel que me daba la bienvenida a Israel. Empezaba el viaje en que más iba a aprender sobre conflictos, guerras y, sobre todo, racismo y discriminación. 

Primera parada: Tel Aviv

Lo primero que viví al salir del aeropuerto fue la hostia de calor. Fui en febrero de 2016, en esos entonces yo estaba viviendo en Reino Unido, que se encontraba en plena ola de frío. Acababa de pasar de 1ºC a 20ºC. Era un sábado por la noche y había trenes, taxis y todo tipo de transportes para llegar al centro de la ciudad. “Estás de suerte, unas horas antes era Sabbat. Si llegas entonces, te quedas atrapado en el aeropuerto”, me dijo mi amigo. Una de esas cosas que nadie te avisa antes de viajar y que solo descubres cuando ya es muy tarde. Como, por ejemplo, que el Taj Mahal, en India, cierra los viernes —algo que yo descubrí frente a las puertas cerradas del recinto—, o que en Japón Sabbat.

Desde el tren vi una ciudad muy moderna, con grandes edificios. Parecía el distrito financiero de una ciudad europea. Y así le gusta venderse a Tel Aviv, como cosmopolita, fashion, tolerante y abierta. Llegué al piso de mi amigo, por el cual estaba pagando un precio desorbitado que ni en Barcelona: unos 600€ por una pequeña habitación. Israel es tremendamente caro —flipé cuando vi cajas de cereales a cinco o seis euros—, así que tener casa gratis era una gran ventaja económica que me permitió quedarme más días. Como el país es pequeño, es fácil y hasta lógico establecerse en un solo lugar céntrico, como es Tel Aviv, y moverse por las diversas regiones desde allí.

Viajar al conflicto

Antes de llegar, mis padres estuvieron semanas enviándome mensajes insistentes para que no fuera y hasta me contrataron un seguro de repatriación del cadáver. Mientras, yo les insistía en que era un territorio seguro y que la posibilidad de ataque terrorista se podía dar en Tel Aviv, en París o en Barcelona. Ya tenía una imagen más o menos clara del conflicto y de la situación actual en Israel y sabía que era relativamente seguro. Sin embargo, lo que no podía imaginarme era la cotidianidad con la que afrontan la guerra.

En Sederot, una ciudad limítrofe con Gaza —y donde probé Sederot—, la guerra era algo tan diario que hasta había parques con búnkeres para los niños. Conocí a un cocinero brasileño cuya hija fue asesinada por el impacto de un mortero mientras jugaba en su jardín. Había otras personas en el pueblo que tenían traumas tan severos por el estrés de la guerra que habían recibido la indisposición laboral, o también discapacitados auditivos por efectos colaterales de la bomba, entre otros muchos síntomas. A todo esto, se sumaba la presencia constante de adolescentes y jóvenes militares que se bajaban en la estación de Sederot para ir a hacer el servicio militar obligatorio a Gaza.

Los habitantes de Sederot, por lo tanto, viven constantemente con la amenaza de bomba, con el miedo de la guerra, y nunca salen de casa sin haber estudiado qué búnkeres hay en el camino que harán. Son personas que tienen, literalmente, el conflicto en sus jardines. Una ciudad que no tiene ningún atractivo turístico y, sin embargo, es imprescindible ir para ver cómo ha convertido la guerra en una parte más de su arquitectura y cotidianidad. Hasta la comisaria, que amontona como trofeos de guerra todos los misiles que han caído en sus calles, es digna de ver.

Segunda parada: Palestina

Después de haber visitado el litoral mediterráneo y la costa del Mar Muerto sin demasiada dificultad —cogiendo buses y trenes—, llegar a Cisjordania Palestina se me hizo muy difícil por el bloqueo de Israel. Desde Tel Aviv, tenía que ir a la zona judía de Jerusalén en bus, coger un tranvía hacia la zona palestina y allí coger otros autobuses que llevaban al resto de Palestina.

La diferencia con Israel es notable, y empecé a entender la sensación de miedo que mis padres intentaron transmitirme. Pero no porque hubiera inseguridad en la calle, sino por el exceso de fuerzas de seguridad. Para entrar en ciudades como Ramallah o Nablus había controles militares israelís donde no tenían ningún interés en que te sintieras seguro. Al contrario, te demostraban que estabas entrando en una zona ocupada por las fuerzas militares. El caso más frustrante me sucedió en Belén, la ciudad donde nació Jesús, ahora dividida por grandes muros llenos de emblemáticos graffitis, entre los que destaca Bansky.

Cuando salíamos de la ciudad, pasamos por un check-point militar israelí dentro de tierras palestinas para controlar el tráfico de personas dentro de las colonias. Íbamos en un bus con turistas y palestinos y entraron tres militares, armados hasta los dientes. Obligaron a todos los palestinos a bajarse para pasar el control militar, tratándolos como a criminales, mientras que a los turistas les pedían el pasaporte y les dejaban quedarse en el bus. Excepto a mí. Me miraron la documentación y nos obligaron a bajar y pasar el control militar. “Primera vez que me pasa”, me dijo mi amigo, que ya había hecho esa ruta más de cinco veces. No queríamos tomar conclusiones precipitadas y por suerte todo quedó en una anécdota más, pero algo dentro de mí me decía que era por mis apellidos mozárabes, algo que pude confirmar al final de mi viaje. 

Hebrón, la ciudad dividida y asesinada

Pero el mayor impacto emocional de mis aventuras por la tierra prometida fue en Hebrón, una ciudad palestina dividida en dos, la única donde los colonos israelís han ocupado el núcleo urbano, ya que normalmente colonizan las afueras. Para cruzar de un lado a otro de la ciudad tenía que cruzar garitas militares y check-points que dividían los barrios y calles. En el primer control tomaron nota de nuestro DNI y avisaron a todos los controles que llegábamos. A cada garita que cruzábamos, sacaban el walkie para avisar de por dónde íbamos.

Cuando llegamos al centro de Hebrón nos encontramos con calles vacías y tiendas cerradas. Los residentes iban con prisas, huyendo de la sombra de los soldados. Habíamos quedado con una palestina, Asma, que nos contó que esto antes era una zona llena de vida, pero que ya no quedaba nada. Mientras nos acompañaba a su trabajo, nos señaló una calle donde antes vivían conocidos suyos, pero que fueron expulsados. Nos explicó otros ejemplos brutales de cómo los colonos echan a las personas de sus casas, como el caso de la familia palestina que fue quemada viva para amenazar el resto de vecinos.

La conocimos porque mi amigo quería hacer un artículo sobre su familia. Su hermano había apuñalado a un soldado israelí y fue abatido a tiros. Como medida represora, Israel le dijo a su familia que los desahuciaría y derrumbaría su casa, pero sin decirles cuándo. Es lo que hacen con las familias de terroristas, que es como consideran a cualquiera que ataque la autoridad o población israelí. “Puede que esta misma tarde vuelva a mi casa y el ejército israelí la haya derribado”, nos explicaba Asma.

Llegamos a la escuela de inglés donde Asma trabajaba como profesora. Allí conocí a Melany, una voluntaria alemana. Nos descubrió que aunque la situación en Hebrón es dramática, desde bien pequeños se les familiariza con la retórica de la violencia y el rencor, convirtiendo un hipotético perdón o tregua en algo imposible. Por ejemplo, en las paredes de aulas, dibujadas por niños pequeños, había imágenes de judíos degollados. Además, nos contaba Melany que un niño hizo una exposición en clase alabando a Hitler, sin lamentar el holocausto.

En Hebrón vi una ciudad que estaba muriendo poco a poco. Sus habitantes eran desplazados forzosamente mientras Israel iba aplicando poco a poco una ley marcial basada en la ocupación y la venganza. Muchos se lanzaban a la violencia por desesperación, y luego toda su familia era acusada por sus crímenes. “Nos llaman terroristas cuando ni siquiera tenemos armas”, denunciaba Asma frente a la inevitable represión israelí que iba a vivir su familia.

En Jerusalén puedes volverte loco

Dejé lo más icónico para el final, Jerusalén. Es una ciudad que resume en esencia lo que fue para mí Israel y Palestina: contraste y conflicto. Aquí convive la modernidad y la tradición. Personas de todas las regiones y religiones comparten este pequeño espacio que tienen emocionalmente muy apegado. Por ejemplo, visitando la tumba de María y el Santo Sepulcro vi cristianos llorando, tirados en el suelo, desconsolados y desesperados. Igual en el muro de las lamentaciones, donde había decenas de personas rezando cara a la pared haciendo el mismo movimiento sin parar ni un segundo. Todo era una auténtica locura.

Finalmente, cuando me fui, tuve otro encontronazo con la autoridad israelí. Para salir del país me hicieron cinco interrogatorios en el aeropuerto. Entonces confirmé que, en efecto, era por las desconfianzas que les suscitaba mi apellido mozárabe. Tras mil preguntas absurdas que no le estaban haciendo a nadie, soltaron lo que querían preguntarme de verdad: “¿qué fiestas celebras?”. “¿Cómo que qué fiestas? Pues navidad”, respondí. “Ah, Navidad. Y tu apellido… ¿de dónde es?”. Tuve que insistir a los cinco que mi apellido era español y que mi nombre era hebreo —Abel— y que eso no significaba nada. Me deshicieron la maleta, me retuvieron durante horas y, por suerte, no perdí el vuelo.

Pero lo peor fue cuando, corriendo hacia el avión, me suelta un guardia de seguridad: “¡Esos rusos hablándome mal! ¡Qué antisemitas y racistas son!”. Le miré flipando, sin creerme que después de lo que acababa de vivir, tuviera la cara de acusar a otra nacionalidad de ser racista.

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