La revolución ya pasó y ni te has enterado

Thomas Frank explica en La conquista de lo Cool cómo el capitalismo es capaz de fagocitar su propio veneno y convertir los elementos de la contracultura en algo trendy
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¿En qué momento pasa la cara del Che Guevara de ser un símbolo de la izquierda revolucionaria a convertirse directamente en un estampado más del mundo de la moda? ¿O desde cuándo el pañuelo palestino se empieza a comercializar como algo chic entre las grandes marcas? Hoy en día el movimiento hippie no es más que un conjunto de prendas y complementos que forman parte de la tendencia primavera-verano de cualquier marca de fast fashion. Y lo chocante es que ese movimiento representaba en sus orígenes una serie de valores absolutamente opuestos a los que defienden esas mismas marcas.

Y lo mismo sucede con cualquier otra tendencia o movimiento político o revolucionario, que termina convertido en estética. Es un proceso del capitalismo que se ejerce para eliminar algo, quitarle su poder y su valor, y algo de lo que Thomas Frank habla en uno de los libros de cultura pop y sociología más importantes del siglo XX, La conquista de lo Cool.

El inicio de la contracultura

El de cultura es un término muy amplio y versátil. No solo sirve para hablar sobre libros, obras de arte o un estilo de arquitectura. También habla sobre valores, sentimientos o intenciones básicas de una comunidad, un país o un pueblo. La cultura empresarial, la cultura occidental y tantas otras son expresiones que te explican hasta dónde puede llegar ese concepto. Cultura no solo significa los conocimientos que se atesoran, implica también el espíritu o la forma de ser de una sociedad. Las cosas que considera buenas y las que considera malas. 

Por lo tanto, la contracultura sería un movimiento que busca romper con el sentimiento general de un tiempo. El término nace en los Estados Unidos, y nos remite concretamente a los años sesenta, punto de partida y lugar de análisis de Thomas Frank en su libro. Esta fue una de las épocas más convulsas e interesantes de la era moderna, porque se encadenaron una gran cantidad de acontecimientos. La Guerra Fría, la llegada del hombre a la luna, el movimiento hippie, la aparición de estilos musicales más irreverentes, etc. Todo esto suponía un rechazo frontal a buena parte de las políticas y aptitudes norteamericanas.

Por un lado, a la Guerra de Vietnam, y por otro al sueño americano de clase media, de pequeño propietario y trabajo digno hasta los sesenta y pico años. De repente eso ya no compensa, y trabajar, ir a misa, ser una persona honorable y morir por la bandera son un conjunto de chorradas con la que muchos jóvenes en todo el mundo quieren romper. Y justo ahí empieza la contracultura.

Tan al margen como un publicista

Si has visto Mad Men una cosa que habrás notado es que los publicistas norteamericanos no se fijan en qué es lo correcto, solo atienden a qué se pueden vender o no. Mejor aún: a cómo venderlo. Mientras en la década de los sesenta la contracultura iniciaba lo que parecía que podía ser un auténtico cambio en el mundo capitalista, los publicistas de Nueva York vieron algo totalmente diferente. Esa gente que hablaba de amor libre y de todas esas cosas también tenían que comprar comida, ropa y regalos para su familia.

Es decir: también eran parte del público al que se dirigían los productos de las grandes marcas. Lo que hicieron entonces fue utilizar ese sentimiento revolucionario y de anti-sistema en los propios lemas publicitarios que empezaron a utilizar las marcas. O dicho de otra manera: hicieron que el discurso revolucionario o contracultural se convirtiese en un conjunto de eslóganes para anuncios.

Esta fue una forma de conectar con un gran segmento del público joven que, directamente, se estaba alejando de la mentalidad consumista que impera en el mundo Occidental. Y lo único que tenían que hacer para devolverlos al rebaño, era tan sencillo como utilizar sus mismos mensajes y sus propias ideas e integrarlos en las marcas a las que representaban. Así, Thomas Frank analiza cómo los eslóganes de Coca-Cola o de Nike de los años sesenta y principios de los setenta reflejaban perfectamente la mentalidad de cualquier hippie. Fue como si el capitalismo fagocitase su propio veneno.

El capitalismo lo devora todo

La conclusión de Thomas Frank no es especialmente sencilla, pero sí que resulta muy lúcida. Se da cuenta de que, al final, el capitalismo o el sistema en el que vivimos en la actualidad, tiene la capacidad de absorberlo todo. Cada nuevo atisbo de revolución o cada movimiento que, en un principio, parezca atentar contra la estructura de la sociedad Occidental, no deja de ser otro segmento más del mercado, una nueva tendencia que las marcas pueden aprovechar y poner de moda. La cara del Che, elementos tribales que se utilizaban como piezas identitarias frente al colonialismo, etc. Todo está en venta, incluso la idea de que no hace falta comprar nada más. No esperes a la revolución porque la triste realidad es que hace décadas que te la están vendiendo.

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