Por Qué Al Final De Los 20 Te Sentirás Más Cerca De Tus Padres Que Nunca
Ay, quién te lo iba a decir a ti hace tres o cuatro años. Tú, el alma indomable y contestona que quería huir cuanto más lejos mejor. Tú, que siempre tenías un suspiro que soltar, una amiga con la que quedar, una razón que te obligaba a colgar la llamada. Tus padres eran la última de tus prioridades. Bueno, eran tus padres, ya me entiendes, pero ahí estaban, como cuadros permanentes en un museo al que siempre piensas que debes ir pero que dejas para otro día. Total, son cuadros permanentes. Siempre van a estar ahí.
Pero algo ha cambiado. Te has dado cuenta en pequeños momentos. Un día empezaste por encontrarte a ti misma hablando como tu madre. Le dabas a tu amiga los mismos consejos pragmáticos que tantas veces habías ignorado. Con sus mismas muletillas y refranes. En otro rato organizaste la estantería con el mismo absurdo sistema que tu padre lleva décadas empleando y de repente no te pareció fútil y terco, sino la llave para ordenar tu vida de una vez por todas.
La última vez que discutiste con tu novio no te apetecía salir a tomar cañas con tus amigas, sino que anhelabas levantarte y tener una comida real con dos platos y postre casero. Y pocas cosas te producen hoy más seguridad que pensar que hay un sitio al que volver, un lugar en el mundo que todavía tiene la foto de tu primera comunión en un marco de plata, el único rincón en el que siempre vas a saber a lo que atenerte. Es más, después de tirarte una década buscando excusas para no irte de vacaciones con ellos, ahora los acompañarías sin dudarlo cinco días a la playa.
¿Qué es lo que te ha pasado? ¿Por qué necesitas llamar e ir el fin de semana, por qué te da congoja marchar? ¿Qué ha hecho que de repente quieras preguntar más cosas sobre su vida antes de ti de lo que nunca habías hecho?
Parte de la respuesta está, sin duda, en que tu década de los 20 se está terminando y tú has cambiado y ellos han cambiado para reencontraros en un viaje que en el fondo siempre habéis hecho juntos. Porque tú ya eres menos niñato y no necesitas quedar siempre por encima; y porque ellos han aprendido a respetar el ser en el que te has convertido y han dejado de estar asustados por las consecuencias de su crianza. Porque has salido bien. Con tus cosas, tus enfados, tus manías, con tu genio y tu lengua mordaz a veces, sí, pero bien, íntegro, con valores, leal.
Además, eres consciente de que la vida pasa. Que el tiempo vuela ya no es para ti una frase hecha. Es la atónita realidad. Y al padre de tu amiga lo ingresaron por una angina de pecho hace quince días y la madre de tu novio ha superado un cáncer de mama. Y a ti te entra miedo. Porque las cosas no llegan hasta que llegan y una vez están aquí no quieres tener que lamentarte.
Por eso las prioridades cambian. Y quieres abrazar a tu padre y bromear con tu madre sobre aquella foto con pantalones de campana. Porque has sido egoísta con ellos, has sido cabezota, caprichosa, incluso cruel. Has sido más insoportable de lo que podrías haber sido con nadie.
Y sin embargo, ahí siguen. Preparando las albóndigas de la misma manera, echándote la bronca porque aún sigues teniendo el pelo en la cara y las uñas mordidas. Siguen preguntándote con la misma impertinencia de siempre y tú dando más largas que nunca. Todavía hay, afortunadamente, cosas que no cambian.
Crédito de la imagen: Thomas Lillis y Sergio Espin